Del nahual divino...

viernes, septiembre 23, 2005

El último

Un ganador

“Busco mi piedra filosofal, en los siete locos, en el mar,
en el cadáver exquisito, en no tener piedad...”
Cadáver Exquisito, Fito Paez


A pesar de que no se dio cuenta, sus músculos parecían haber tomado decisiones en un acto desesperado de la inconciencia. Tensarse extenderse y relajarse: caminar, con un sentido secreto aunque definido. En ningún momento dejo de llorar, como si las lágrimas fueran el motor secreto de su movimiento, o como si el llanto fuese el vehículo para traer de vuelta a los muertos.
El retorno a la conciencia fue una mezcla de miedo y estupor ante el desconcierto de hallarse caminando en otro sitio, por la arquitectura predominante supo que debía estar en el centro de la ciudad. El aire de suntuosidad que poseían los edificios era magnifico, pues ninguna presencia salvo la suya los perturbaba, no había siquiera ratas o cucarachas, el único sonido era el de sus pasos y el de los restos del agua al caer, porque la lluvia parecía haber terminado hace ya algún tiempo. Había gran visibilidad ya que el alumbrado público estaba encendido, sin embargo la oscuridad habitaba muchos sitios que la luz amarillenta jamás podría alcanzar. Uno solo de esos gigantes de piedra tenía las puertas abiertas, como algo intuitivo supo que era la meta secreta que su cuerpo le velaba.
Tras haber atravesado el umbral, sintió que el aire del sitio no era el que le correspondía al actual, más bien parecía algo de muchos siglos atrás pero extremadamente familiar. Aspiró, cerró los ojos mientras otros ojos se abrían y le mostraban una imagen de sus manos, que contemplaba enguantadas de un metal negro y manchadas de sangre. Regresó, con los miembros entumecidos y respirando agitadamente, esa imagen era suya no cabía duda, pero era imposible conectarla con algún momento especifico. Jamás había sentido nada tan desesperante como esa imposibilidad de recuperar un pasado inherente. Pero la imagen permanecía en su cabeza inconmovible, hasta que una imagen auditiva -igual de familiar y de incoherente- desvió el canal, más a diferencia de la otra esta tenía el correlato de una existencia fija y actual. Era la risa de una niña que provenía no muy lejos de ahí. Estaba oscuro pero la débil luz de unas velas se dejaba ver a unos metros. El cuarto era abovedado y gótico, no tenía mobiliario salvo por los cuatro cirios que custodiaban el ataúd. Dentro estaban los ojos vidriosos y grises, abiertos, muy abiertos. La piel blanca y el cabello castaño, largo y rizado de la hermosa niña muerta. La contempló largo rato con la misma sensación incomprensible de conocerla desde hacia mucho, mucho tiempo, hasta que el cambio de postura fue tan claro como para quedar cerca de su rostro. Y el increíble tono de su voz y el movimiento de su fisonomía infantil y odiante le dejó el mensaje:
-Mírame y mírame bien, mírame hasta que de tanto verme yo me pueda meter en tu mente y pueda hacer que a través de tus propios labios me pidas que te viole, como tu hiciste conmigo- de nuevo fue arrebatada a la muerte, pero su rostro quedo horriblemente marcado por el odio constante y acumulado de muchos siglos.
En ese momento tuvo la extraña certeza de que este suceso estaba conectado con la otra imagen, la sangre de sus manos y la de la niña estaban unidas de forma absurda y atroz ¿Pero de donde? ¿De donde? Se jaló el cabello, se araño el rostro, se tiró al piso en posición fetal, lloró de nuevo, pero sus vasos sanguíneos ya no soportaban y reventaban uno a uno, lloró sangre. Sus ojos no vislumbraban sino un inmenso lago rojo, agitándose mientras de lo profundo surgía un fragmento de oscuridad que se expandía. Se preguntó si se abría quedado ciego.
-No, es que no tienes luz para ver- una voz de múltiples tonos, que exhalaba y aspiraba lentamente, pero como si viniera de varios sitios a la vez. Matices de odio, soledad y muerte.
-¿Quién eres? –preguntó totalmente alterado.
-Yo no soy nadie.
-¿Quién soy? –volvió a preguntar.
-Tu no eres nada.
Escuchaba la respiración como la propia vida de las sombras, fétida, quemante.
-¿Recuerdas a tu esposa?
La pregunta fragmentó algo en su mente, miraba a un cuerpo que caía a un vacío profundo como el éxtasis del místico o el pavor del paranoide. Él caía tambien pero no podía alcanzarlo, hasta que una extraña presión lo aceleraba y él podía tocar al otro, un instante de extrema lucidez se abría y el tropel de recuerdos mostraba imágenes de su esposa, con su cabeza infantil degollada en la alcoba pintada con su propia sangre, cuando rodaba por las infinitas escaleras del metro destrozando su pequeño cuerpo de reviviscencia infernal, alzándose desde la muerte para retarlo con su odio eterno y purificado de niña.
Ante esta claridad supo que todo lo que había creído real era una farsa alucinante y solo le quedó el odio. Tomó su pistola y disparó varias veces pero la luz blanca había desaparecido.
-Con esa luz nunca podrás ver nada ¿de qué color es la luz de tu arma?
-Blanca como los rayos del sol de medio día
Creo que sucedió hace mucho, en lo que llaman edad media, todos la respetaban porque
-No, no es así ¿de qué color es la luz de tu arma?
-Blanca como las nieves perpetuas de los polos
creían que a su corta edad era una santa, lo curioso fue que en un momento creyeron que yo
-Incorrecto ¿de qué color es la luz de tu arma?
-Blanca como el más puro de los mármoles
tambien iba a ser santo, pero eso no importaba. La deseaba, más que cualquier otra cosa en
-Mal de nuevo ¿de qué color es la luz de tu arma?
-Blanca como las alas de los ángeles
el mundo, de cualquier forma era necesaria para consumar la armadura. Acero negro del
-Falso ¿de qué color es la luz de tu arma?
-Blanca como la túnica de un pontífice
infierno transmutado al rojo en los brazos, las botas, la parte frontal del peto, el casco y la
-¿De qué color es la luz de tu arma?
-Blanca como el sudario de los muertos piadosos
empuñadura de la espada, todas bajo el efecto de su preciosa sangre. No fue precisamente
-¿De que color es la luz de tu arma?
-Blanca como el relámpago en el mar embravecido
fácil llegar a ella, pero tenerla fue un verdadero placer. Recorrer su cuerpo frágil temblando
-¿De que color es la luz de tu arma?
-Blanca como su piel inmaculada
de miedo e ira, sus senos exiguos sus piernas, su sexo impenetrable y sangrante, sentir
-Bien vas entendiendo ¿de qué color es la luz de tu alma?
-Es negra como la lengua de los blasfemos
como su santidad se transformaba en un odio igual de devoto y magnánimo, hasta que el
-¿De qué color es la luz de tu alma?
-Negra como el interior de los templos malditos
último de sus milagros hizo que de sus muñecas corriera una inconmensurable cantidad de
-¿De que color es la luz de tu alma?
-Negra como las entrañas del infierno
sangre. Un hechizo cruel y a la vez hermoso, porque la línea que separa a los santos de los locos es frágil.
-¿De que color es la luz de tu alma?
-Negra como tus seis alas, o como la luz de tus ojos, serafín caído, ex favorito de Dios, antigua Luz-Bella, Ha-Satán, Samael, el del horrible rostro quemado por ver directamente la gloria de Dios, el soberano supremo de las cortes del infierno
-Bien, cuando menos ya me recuerdas ¿sabes porqué estas aquí?
-Claro que te recuero y si pudiera te devoraría el rostro calcinado y volátil por tu piel angélica de humo, pero creo estar aquí por tu maldito juego.
-No, estás aquí porque te odio y porque me odias más que cualquier otra de las almas humanas que han caído. Setecientos cincuenta años en una celda totalmente oscura, sin ninguna tortura física porque el odio te calcinaba por dentro, no necesitabas más infierno que el que tu te creaste; quizá lo peor para ti sea saber que así como odias pudiste haber amado a Dios y ser elegido entre sus elegidos.
-Dime tu como se siente eso, llevas más tiempo que yo ¿o no caíste un billón de años desde la ciudad de plata Luzbel?
-Ghaaa... si eso es mira con tu propia luz, es negra pero ilumina, se expande ¿qué ves?
-El objeto más preciado y maldito de todos: la armadura, la cosa más impía que ha tocado la tierra, por fin es mía –la tomó para sí y fue vistiendo sin importar que cada que hacía contacto su piel iba incendiándose con un terrible dolor, cuando por fin colocó el caso, la última de las piezas, se sintió de nuevo a la deriva en las sombras perpetuas, escuchó de nuevo la voz:
-Ahora sabes cual era tu celda. Vamos ilumina más allá.
A lo lejos alcanzó a distinguir la luz de unas velas, era el cuarto abovedado y gótico, en el féretro estaba la niña, su esposa, viva de nuevo pero paralizada de horror por el monstruo que la acechaba de nuevo, quemándola con su contacto metálico, en el vientre, en los senos pequeños, en las piernas, en las manos y en todos los rincones de su cuerpo inmaculado. Pero pronto los tocamientos fueron transformándose en algo más certeramente hiriente, contusiones dolorosamente sistemáticas pero con tal frenesí que hubieran podido pensarse como algo caótico. El pánico de la niña se convirtió en rencor mientras aumentaba su ira y sus golpes, hasta que en el clímax de esa locura tomó la espada, enterrándola en la vagina y atravesándola hasta el pecho, para después sacarla partiendo el cuerpo por un costado. Pero aun no bastaba, faltaba algo, el rostro estaba intacto, solo mostraba una mueca de odio paroxístico, eso era. Puso la mano derecha en la parte superior de las cuencas de los ojos y la izquierda en la inferior y comenzó a jalar. La piel se estiró lentamente, se quebró y cedió con mucha facilidad, con sus propias manos sacó el cráneo desollado, le quitó el maxilar, lo vació del cerebro y los órganos restantes, lo atravesó con su espada hasta encajar perfectamente en su empuñadura como una reliquia que le recordara eternamente su condición. Por fin estaba listo, despierto, tenía la luz que necesitaba para ver. Se miró los guantes repletos de sangre y supo entonces que la imagen no pertenecía al pasado sino que era profética. Abandonó el lugar para buscar en la calle el aire nuevo de su venganza.
Afuera el ambiente tenía un frío glaciar pero era incapaz de alguna sensación física, la armadura lo vedaba de todo contacto. Los edificios habían recobrado la pureza de siglos, las múltiples arquitecturas superpuestas peleaban por ganar el espacio, todas expandiéndose desde su meta, el último refugio de su enemigo eterno: la catedral.
De nuevo su cuerpo guiaba las acciones pues tenía secretos que él no podía entender desde el naufragio de sus sombras perpetuas. Aunque desde que salió del palacio de su memoria supo que alguien lo seguía no le dio importancia, pues en este estado era imposible que algo lo dañara. Por fin pudo acercarse lo suficiente para ver las torres de la imponente construcción, en un estado de perpetuo desafío incólume al tiempo y a su odio. Se detuvo al centro de la plaza, desenfundó su espada con el orgullo de su reliquia y gritó desgarrando la noche perpetua. Del techo del edificio que hacía frente a la catedral descendió un fulminante cometa negro: el guerrero de las encarnaciones múltiples. No pronunció palabra, solo sonrió y abrió mucho sus ojos infinitamente azules. Corrió con asombrosa velocidad, su enemigo lo esperó inmóvil pero con gran rapidez respondió al ataque, al choque de las espadas el guerrero de las encarnaciones salió rebotado. Se incorporó deprisa y trató de atacar de nuevo varias veces pero siempre con el mismo resultado, hasta que un tajo certero de su adversario separó la mano izquierda con la katana empuñada. Dio un gran saltó hacia atrás, disparó el cargador completo de una de las pistolas pero las balas rebotaban sin siquiera causar rasguños, en un acto último de desesperación con la mano que le quedaba intento tomar la navaja en la trenza para enterrársela a él mismo en la nuca, pero la pesada espada del enemigo cruzó los aires con la misma certeza desprendiéndole el otro brazo. Se quedó petrificado y deseó no haber vivido ni una sola vez para no tener que sentir esta cobardía tan absoluta y que jamás podría superar, el momento de perecer, una derrota eterna sin segundas oportunidades. El instante de enfrentarse al fin a su descomunal debilidad.
Vio correr a su adversario como un terremoto colosal, hubiera querido cerrar los ojos pero carecía de párpados, sintió el brazo quemante que le calcinaba el cuello y lo levantaba por los aires, lo último que percibió fue el puño metálico que le destrozó el rostro. Ya sin vida alguna ese rostro fue golpeado muchas veces hasta que formó una masa negra que se deshacía entre los guantes. Tomó de nuevo su espada y la apuntó hacia la puerta principal de catedral, con su andar lento de cataclismo rompió por fin la puerta, un humor sacro pero sepulcral se sentía en el ambiente. En el primer altar custodiado bajo la mirada del Cristo del veneno estaba una pequeña figura de un niño-Dios, vestido con ropa de plata pero sin ojos y llorando sangre. Alzó su pequeña mano haciendo el signo de la cruz.
-Damián ¿no me conoces? ¿Porqué me haces esto? Aun tienes una alma humana, déjalo todo atrás y sígueme.
-No, eres tú el que no me conoce, o ya sabrías que nunca podría hacerlo porque te odio y lo voy a hacer por todos los siglos- aunque su voz provenía de dentro de su armadura parecía estar en todos lados con el tono de otros matices.
El niño lloró con su llanto divino un instante increíblemente tenso, en el que el resto de las imágenes pareció advertir la tragedia y lloraron con él: los ángeles, los santos, las vírgenes, todas sufriendo el terrible rechazo con lágrimas beatíficas y sangrientas. Decidido empuño con ambas manos la espada y con un corte brutal separó en dos el cuerpo de barro que estalló junto a todo relieve sacro. Las pinturas ardieron y las efigies estallaban también con rostros de angustia, los retablos y las columnas se escarapelaba en su superficie, como si esta hubiera sido un cascaron, mientras daban paso a otra estructura. Ahora el interior estaba decorado de forma diabólica, las naves dedicadas a demonios en especifico, escenas horribles acerca del infierno quedaron plasmadas en las pinturas. Había incluso humillantes representaciones de sus contrincantes vencidos. Él lo contempló todo con cierta indeferencia, hasta que en el altar de los reyes halló lo que buscaba. Arriba de un pedestal, y con una altura como de dos metros, con su túnica y negra y sus abismos púrpuras, dispuesta a separar vida y muerte con su guadaña temible, congelada en el tiempo un instante para que toda su magnificencia fuera contemplada, adorada por sus devotos como Santa Muerte. La primer nota del órgano tubular coincidió con el refulgir de las cuencas, las primeras voces del coro respondieron al movimiento para envolverse en su capa y desaparecer.
El caballero del infierno esperó volteando su cabeza en varias direcciones, buscando entre las estatuas de los demonios, hasta que el golpe en su espalda lo derribó causando un gran estrépito metálico: había aparecido justo detrás de él. Se incorporó con actitud desafiante y se puso en guardia, la muerte desapareció de nuevo. Pero esta vez él se dejó guiar por sus sombras, consciente de que ahí podría encontrarla, en el momento en que apareció al lado de él pudo detener el ataque de la guadaña con un revés, detuvo tambien un golpe hacia el casco y otro hacia el cuerpo. Su contrincante retrocedió hasta quedar al borde del órgano tubular que emitía una melodía espantosa para el coro invisible que aumentó la intensidad de los alaridos. Desde ahí lanzó varios golpes de viento que al chocar con él emitían un sonido similar al de los truenos, su temperatura había aumentado de modo inverosímil hasta alcanzar los quinientos grados centígrados sin que el metal se dilatara siquiera un poco, esta era la peor propiedad del acero del infierno. Le arrojó la guadaña, el caballero oscuro la pescó en pleno vuelo con la mano libre y la enterró en una representación de Baphometh. El siervo de la muerte estiró sus manos y una pequeña corriente empezó a soplar, la corriente aumentó su intensidad, se bifurcó, se volvió algo capaz de destrozar el piso y las estatuas, pero a él no lo dañaba, avanzaba derecho como si no existiera el terrible viento. Los gritos del coro se volvieron algo intolerable y se mezclaban con el sonido del trueno provocado por el calor de la armadura y el choque del viento, pero no fueron nada contra el grito que emitió y que fue incluso capaz de cortar la corriente, estaba en todos lados, era el grito de la soledad y el odio que solo el infierno consigue. Llegó hasta el favorito de la muerte y descargó un golpe secó con la empuñadura de su espada en el cráneo ensangrentado, las cuencas apagaron su fuego púrpura poco a poco y todo su cuerpo se convirtió en polvo que se perdió en la ligera corriente que soplaba. Había caído el último participante del juego, era el ganador.
El lugar deshizo su mentira acuosa y dejo ver por fin el único sitio en el que siempre había estado: el infierno. Era contemplado por la malignidad de varios señores y el propio Lucifer. Tambien estaban en diferentes puntos de una enorme celda cada participante del juego con sus propios tormentos reservados. Con un breve aleteo de sus seis alas negras Satán llegó hasta él, encarándose a su lado acercó su rostro calcinado y dejó un beso en el costado del yelmo. En ese instante muchas sensaciones mezcladas lo invadieron, el dolor del pentagrama quemando la piel y el de ser degollado por las terribles garras del jaguar, el del ser primordial con el pecho destrozado que se perdía en el frío de las aguas oscuras, la tortura del inquisidor, la separación del cuerpo entre dos corrientes de viento, el pánico en el instante de morir, la impotencia eterna ante un engaño de orden, la cobardía de la debilidad insuperable y la violación de una niña. Gritaba de manera frenética mientras los señores del infierno se burlaban, a una seña de Luzbel todos callaron:
-Te dije que te odiaba más que a nadie, tu castigo no es nada comparado con el mío ¿no deseabas esto? Ellos estan a tu disposición, tortúralos a tu gusto eternamente, descarga tu odio. Pero el precio es que todo lo que ellos sufran yo te lo vendré a cobrar a ti de forma acumulado cuando menos lo esperes. Este es el premio del juego, disfrútalo mi elegido.

Él tortura, quema, golpea, rasga, corta, observa, aun a sabiendas de que todo ese dolor es para él, es de él. Y sin embargo no puede hacer nada sino odiar más y más, es su castigo y es su premio. Es su elección.



Visión del Arcángel Uriel sobre
el decimosexto Juego
Sede: Ciudad de México

Quinto capítulo

Memories

Día pesado en la oficina como ningún otro que recordara en todos su años de servicio, si cerraba los ojos aun podía contemplar una cantidad inmensa de cifras. Números: el orden más perfecto en la naturaleza –solía usar como una de sus frases favoritas- con ellos no hay medias tintas, son o no son. Tal vez aquí se encerraba todo el sentido de su cabal oficio de contador, a la empresa le cuadran o no los números, hay que ver porque siempre cuadren y a decir verdad era muy bueno en esto, un verdadero genio. Podría decirse que amaba a los diez dígitos, sus combinaciones, sus alianzazas, sus exclusiones y finalmente, su síntesis. Bellos y perfectos cada uno de lo diez y todos en conjunto, en abstracto, sin pervertirse con ninguno de los objetos de la tierra, el número por el número en sí y no en o para ningún otra cosa. Cada uno esencias divinas e inmutables de la mente de Dios, o como él siempre creyó, la esencia misma de Dios, la única forma real de acercársele.
Sin embargo hoy había estado demasiado cerca, y el esfuerzo y el cansancio eran inmensos. Además siempre estaba la secreta molestia de tener que aplicarlos a lo cotidiano, a los objetos mundanos, la triste realidad de tener que sobrevivir. Y la imperante realidad de su cuerpo le sugirió ahora un baño caliente para descansar antes de ir a dormir su sueño numérico. Se despojó de sus ropas y se dirigió al cuarto de baño, se miró en el espejo y este le devolvió una figura delgada, blanca, casi transparente, medio encorvada por un cansancio secreto que se le escondía en los ojos verdes y apagados, en las arrugas alrededor y en las comisuras de los labios. Abrió las llaves y dejó que el agua lo recorriera y lo dejara descansar. Casi sin darse cuenta empezó a recordar lo que había ocurrido ese día y los pasados, las molestias y las bromas estúpidas. Primero el lunes, cuando el perfecto orden de su oficina se vio roto en un inmenso caos de libros revueltos y cambios de lugar de las cosas. Esto había venido dándose gradualmente, una pluma primero, después un libro, luego varios de ellos, su escritorio totalmente movido de sitio y finalmente esto, un caos total. Se pasó todo el día y parte de la tarde reacomodando el lugar y el trabajo tuvo que salir a marchas forzadas. Luego el martes del tremendo susto al encontrar en su escritorio un corazón en el cajón de las hojas en blanco –que por suerte habían tenido la delicadeza de cambiar de sitio. En cuanto lo vio salió corriendo y gritando por ayuda hasta que un policía fue a socorrerlo, pero en cuanto vio el corazón pego una carcajada, ya que al parecer esta era otra broma estúpida, pues este era de ternera. Al verificar su error su tono de verdosa palidez fue cambiando a un rojo vivo de la ira, jamás se había sentido tan humillado. De su cartera sacó un billete que ofreció al policía para que este incidente no se supiera, acompañándolo con la amenaza de despido –su jerarquía en la empresa le dejaba permitirse tal advertencia con una amplia certeza de que sería cumplida. El policía asentó con rostro serio y se fue sin hacer más aspavientos.
El miércoles llegó aun más temprano de lo normal y descubrió por fin al bromista responsable de sus malos ratos, mientras llenaba con sangre de res la tasa del café. Un joven recién llegado que intentaba hacerse el gracioso con todos y que a él desagradó desde el primer momento. Su piel adquirió nuevamente el tono rojizo de la ira y sus ojos verdes brillaron por primera vez en varios años. No dijo nada en ese instante, sin embargo en dos horas el imbécil ya se hallaba despedido. Le echó a perder el día y la tasa, pues jamás podría volver a tomar en ella. Luego el día de hoy, nunca había llegado con un cansancio tan inusitado y menos en días de inventario donde procuraba llegar lo más descansado posible. En todo esto pensaba mientras el calor del agua lo relajaba y llenaba de bienestar. Terminó por fin y se dio cuenta de que había olvidado la toalla, fue a buscarla al ropero. El vapor aun inundaba el baño de forma agradable. Cuando se halló en su cuarto sintió un terrible frío en su cuerpo desnudo y desprotegido. Corrió al armario y tomó una tolla sin ver, cerró los ojos concentrándose en la reconfortante sensación de la tolla suave secando su cuerpo, buscó su ropa interior y al pasar junto al espejo de reojo advirtió que algo pasaba. Se contempló con atención e incredulidad, su cuerpo estaba teñido de rojo, con movimientos torpes tomó de nuevo su tolla, estaba totalmente manchada de... sangre. Se revisó para verificar si esta no era suya, pasó sus manos por todo el cuerpo pero nada ¿entonces donde? En el armario. Vio que toda la pila de toallas estaba manchada, las arrojó, debajo había una cabeza humana de la cual las toallas habían absorbido la sangre. Se miró otra vez el cuerpo y el asco se apoderó de él, corrió al baño mientras sentía que el vómito iba subiendo desde el estomago y le dejaba en la garganta un dolor terriblemente irritante y un sabor sumamente amargo en la boca. Era un vomito amarillo y espeso, muy parecido a la pus, que contrastaba vivamente con el blanco del lavabo. Sin intención volvió a quedar frente al espejo, nuevamente unas nauseas terribles se apoderaron de él, intentó vomitar de nuevo pero no pudo, tan solo le quedó un terrible dolor en la boca del estomago. Se metió a la regadera, el agua la caía helada en todo el cuerpo mientras él se tallaba lo más duramente que podía, casi hasta sangrar. El agua se terminó, con pasos vacilantes salió a su habitación, volteó hacia el armario y el recuerdo de su pesadilla seguía ahí, la cabeza en el armario, las toallas en el piso, el vómito en el baño, el frío en el cuarto, y él con su cuerpo desnudo e irritado. Sus piernas le temblaron, no lo soportó más, se desplomó quedando apoyado en sus rodillas y sus manos, con los ojos muy abiertos pero sin poder pensar en nada... en nada.

Llevaba varias horas arrastrándose, con el cuerpo sucio de polvo y sangre. Está, ahora seca, había escapado del hueco detrás del cráneo, de los ojos, la nariz, la boca y las manos ya sin ninguna uña, todas quebradas en la terrible labor de reptar la tierra. Sin embargo ya no sentía dolor y un extraño sentido lo guiaba, un sentido nuevo como no-muerto. Ahora las fuerzas regresaban a su cuerpo y pudo incorporarse con sus piernas que momentos atrás le resultaran pesadas como barras de plomo. La luz tenue de los alargados focos de neón apenas dejaba entrever toscas siluetas de las cosas, para él era suficiente. Se incorporó apoyándose en la pared, dio pasos torpes, después de haber dejado atrás tantos túneles y estaciones –tan desiertas que parecían tener siglos abandonadas y pertenecer a una civilización perdida en las entrañas de la tierra- al fin tuvo la certeza, estaba cerca.

En el antiguo Japón feudal solían decir que el peor castigo para un samurai era que en su próxima vida volvería a nacer samurai. Para él esto fue parcialmente cierto, pero tuvieron que pasar muchos años y kilómetros para que ocurriera. La espera no lo defraudo. Su siguiente vida fue como alto miembro del ejercito Nazi, aunque las armas eran distintas la esencia de la guerra era la misma, tal vez más intensa, sin el estúpido lastre del honor no había freno alguno a sus ansias de matar. Aunque no conservara la katana –su arma favorita en la primera encarnación- sus pistolas escuadra eran buenas asesinas; estaban bañadas en plata y tenían la cruz swástica en el borde de la cacha. Se ajustó también muy pronto a los adelantos técnicos. La tercera y última de sus vidas fue como un soldado en Vietnam, la guerra de guerrillas resignificó sus habilidades, en la selva la muerte acecha, sino más certera sí más impredecible. Antes de su metamorfosis creyó haber sido un vendedor clandestino de películas snuff, demasiado vulgar para su verdadera naturaleza de guerrero. Ahora recordaba todo, estaba listo y armado con el ansia de la cacería en el cuerpo, solo tenía que esperar que su señor le brindara las oportunidades propicias.

Había pasado tiempo ¿minutos, horas? Imposible saberlo, su perplejidad no le permitía percatarse de esto, era como si su mente se hubiera escapado muerta de miedo a un lugar extraño y después avergonzada, hubiera decidido regresar <> pensó mientras trataba de incorporarse. Las rodillas le dolían bastante por el golpe, eso era lo de menos, ahora debía intentar armar el rompecabezas de la cabeza cortada. Cerró el armario y con las sabanas de la cama cubrió las toallas, se puso unos pantalones, abotonó una camisa y se calzó los zapatos en los pies húmedos, su piel también mojaba la ropa con su contacto pero mitigaba el frío de alguna forma. La respuesta debía estar aquí, en su propia casa ¿pero donde? En su cuarto de estudio, ahí tenía todo perfectamente ordenado, era innegable que algo tenía que encontrar. A pasos lentos fue hasta ese sitio atravesando la sala y el comedor, más temiendo encontrar algo que no hallar nada, sin embargo era necesario saber a pesar de los temores, pues esta sensación de incertidumbre era enloquecedora.
Un foco de 100 wats iluminaba la habitación <> se dijo. El escritorio primero, cajón de documentos, nada, cajón de actas, nada, cajón de revistas, nada, cajón de papeles de la empresa, nada, cajón de disquetes, nada, cajón de las hojas en blanco, diversos instrumentos para cortar en perfecto equilibrio entre uso y tamaño. Esto era estúpido, que clase broma absurda era esta, porque eso debía de ser, otra broma del imbécil. En ese momento algo en su mente se aclaró, la cabeza no le era del todo desconocida ¿cómo no lo había notado? La cabeza le pertenecía a él. Atravesó corriendo la sala y el comedor, en el cuarto abrió el ropero: si, efectivamente era de él no había duda. Con más tranquilidad regresó al cuarto del escritorio, sin embargo aun no entendía como encajaban las piezas. Con suma calma tomó los instrumentos, su memoria táctil le dijo que eran suyos, los había usado ¿cuándo y dónde? Con él sin duda pero ¿alguna vez más?
-¡Ah, el cansancio ya sé porque llegue cansado el jueves! Si, fue difícil hallarte y mucho más difícil matarte ¡Cómo tuve que perseguirte! Pero una vez que te tuve acorralado todo fue más sencillo, el cuchillo se deslizaba en tu carne con una suavidad inusitada, es más ni siquiera hiciste ruido cuando te corté la cabeza; bueno si hiciste, pero no tanto como otros que resultan muy molestos pues truenan de forma desagradable, lo tuyo fue casi un chasquido. Además llegaste en buen momento pues eso era lo que me hacía falta para completar el monumento: una cabeza –dijo en voz alta en un macabro monólogo como si quisiera hablar con su víctima cuya cabeza estaba a dos cuartos de él-, pero como sangrabas, mira que te tuve que poner entre las toallas porque me manchabas la toda alfombra de la sala y el piso del cuarto ¡Hasta tuve que lavar de nuevo! Porque eres sucio, como eran tus bromas. Todavía me jugaste la última hace tan solo un rato, pero porque no me acordaba, claro que fue la última. Pero aun no recuerdo todo, hay que buscar... ¡en el librero!
Con ojos sagaces registró una anomalía en el orden de los libros –balance perfecto entre tamaños y colores-, un volumen demasiado grueso y alto: un álbum fotográfico, en él había diversas fotos de hombres y mujeres –27 para ser más exactos- y todas presentaban alguna mutilación.
Cerró los ojos y en su mente comenzó a proyectarse sin querer una imagen, un recuerdo: era él, estaba atado de las manos y los pies quedando suspendido como a un metro del piso, las cuerdas que lo ataban estaban trenzadas de espinas y lo estiraban de modo que daba la impresión de formar una x. La habitación era como de seis metros de largo por tres de alto, estaba cubierta toda de miembros humanos: brazos, piernas, cabezas, torsos, ojos, corazones, vísceras y cerebros, todo diseminado de la forma más caótica en sus cuatro paredes, en el techo y el piso. Algunas estaban semiputrefactas y otras singularmente conservadas, otras cubiertas de sangre, pus, de un líquido transparente y pegajoso y otras de una sustancia verde y pastosa. De su cuerpo al azar iban surgiendo heridas, las cuales se curaban rápidamente, produciendo más dolor mientras se cerraban que mientras se abrían. La luz parecía venir de ningún lado y a la vez de todo, un hedor horrible formado de varios hedores llenaba el cuarto y los gritos suyos y de los demás condenados envolvían la atmósfera.
Abrió los ojos, la verdosa palidez del miedo cubría su rostro, sus pupilas estaban contraídas, su cuerpo acalambrado y su respiración agitada. Ahora si recordaba todo.
-Bifrus, mi señor, no te fallare –dijo en voz alta y espasmódica, una cortada apreció en todo lo largo de su espalda y se volvió a cerrar dolorosamente.
No podía despreciar esta oportunidad, estaba totalmente dispuesto a ganar y completar su obra. Otra vez se dirigió a su cuarto y con amoroso cuidado lavo la cabeza, la secó, la arregló y la guardó en una bolsa negra de plástico. La cargó con delicadeza y salió de su casa silbando una melodía de cuando estuvo vivo: “Memories”

Que triunfo más grande para le vudú que él mismo, aunque su cuerpo estaba destrozado él estaba en pie, podrían destrozarlo aun mucho más y él seguir una y otra vez, hasta que la última célula de su cuerpo resistiera él seguiría. Pero aun no solo este, podría tomar otros cuerpos, como siempre lo había hecho. El poder que ahora le habían concedido era superior a todo lo que soñó en vida. Y en esta siempre tuvo el control a través de la hechicería, del sufrimiento de otros para beneficio suyo. Claro que no se arrepentía, ni aun después de un siglo en el infierno. En este momento se presentaba una oportunidad alentadora, dejaría su tortura para convertirse en torturador; por toda eternidad. Los haría sufrir con los métodos más refinados que solo él podía concebir, lo que había padecido sería un juego de niños, comparado con lo que él les tenía preparado. Después de todo ese era el premio, para eso estaban jugando, varios señores del infierno habían tomado su favorito y él había sido uno de los elegidos y con el poder concedido por su señor era imposible perder.
La lluvia que sitiaba la ciudad era benévola con él y lavaba sus heridas -ocasionadas por la pelea en la estación y el tiempo que tuvo que arrastrarse-, la sangre seca en el rostro, las manos descarnadas y la suciedad del polvo casi inamovible de las vías del metro. A lo lejos por fin un relámpago iluminó lo que tanto buscaba, su refugio, su mansión, emblema de su poder en vida ahora aquí reproducida fielmente por su señor en este escenario: Ciudad de México, sede del decimosexto juego.
Se acercó al portón de rosetones –trabajado en hierro con magnificas espinadas afiladas y chapadas en oro-, dio tres toques a la aldaba cubierta de plata y la puerta se abrió. Adentro una enorme figura se recortaba entre la lluvia y la oscuridad, un descomunal negro sumamente fuerte aunque con el aspecto algo encorvado y los ojos idiotas, con los labios morados y la piel manchada en algunos sitios, no por el frío de l lluvia, sino el de la muerte. Inclinándose a su señor extendió la mano invitándole a pasar. Un extenso jardín de lujuriosa vegetación, una vereda que se hallaba en el centro llevaba a la mansión, en medio de esta se hallaba algo nuevo que reconoció como una estatua de su señor el Barón Samedi, con ademán asquerosamente servil beso sus pies solo para recibir en el rostro una patada pétrea que le hizo estallar el ojo derecho, con el que le quedaba alcanzó a ver el rostro maligno antes de volverse polvo y disolverse en la lluvia. Un mensaje cerca de donde cayó: “Si pierdes...”
El dolor y el miedo recorrieron su cuerpo en una reminiscencia de su tortura infernal: Estaba en una celda iluminada por destellos dorados, en las paredes picos de oro incrustados de rubí y diamantes. Él al centro, mirando con ojos absortos e idiotas, sin poder moverse. Luego una fuerza extraña empezaba a tirar de él, torcía totalmente hacia atrás su cabeza y sus manos, flexionaba sus rodillas en la dirección opuesta a la que se doblan, dislocaba sus piernas, zafaba sus dedos, apretaba sus mandíbulas, le removía las uñas y los dientes. Lo hacía adoptar posturas horrorizantes para luego lanzarlo contra los picos y atravesar su cuerpo; o lo azotaba contra el suelo hasta que estallaba. En esos momentos tenía desmayos llenos de pesadillas en las que lo perseguían hordas de muertos que iban saliendo de la tierra –sus asesinatos, sus muertos-, a veces de entre la putrefacción de los rostros lograba reconocer alguno en particular y el espanto aumentaba de forma atroz. Finalmente lo vencía el cansancio y era alcanzado y asfixiado por la marejada de cadáveres. Cundo despertaba estaba de nuevo completo, abría la boca para gritar y de esta empezaban a nacer alacranes y ciempiés, avispas, cucarachas, moscas, polillas, arañas de todos los tamaños y gusanos, todos devorando al mismo tiempo unos desde adentro y otros de fuera...
-¡No perderé, lo juro mi señor! –dijo mientras se levantaba con movimientos torpes. El negro de los ojos idiotas contemplaba la escena sin moverse, perdido en quien sabe que universo.
La lluvia una vez más fue benéfica con él y le lavó la herida del ojo, no quedó sino un hueco de oscuridad profunda y repulsiva. Recobrando el aplomo cruzó lo que quedaba de jardín y por fin, al estar a tan solo unos metros se quedó mirando de frente la fachada, con sus tallas de dioses del panteón vudú, oscuros y misteriosos pero fascinantes por la magistralidad con que estaban realizados. Abrió las puertas -de roble con incrustaciones de marfil y ámbar- y contempló la elegante magnificencia del lugar -su magnificencia, su lugar-, sonriendo con su sonrisa de varios dientes perdidos al rodar por las escaleras tras el balazo. De todos los rincones fueron asomándose tímidamente los ojos blanquecinos y los rostros inexpresivos de varios cadáveres andantes, de movimientos rígidos y torpes, con la piel al borde de la putrefacción o en carne viva en algunos sitios, pero todos vestidos de forma impecable para un esclavo haitiano.
-Bien perros, ¿así es cómo reciben a su amo? –les habló con enfermiza alegría. Y con gran velocidad tomó a uno por la cabeza y lo estrelló contra la pared quedando su rostro desfigurado de horrible forma, pero que se reincorporo con mortuoria indiferencia.
Un gesto del negro le indicó el segundo piso, una increíble escalera de mármol gris con bordes de ópalo lo guiaba, el pasamanos tenía incrustaciones de jade que la hacían aun más bella. Al final una puerta de ébano lo esperaba, enorme y lisa como un oscuro espejo o como una abertura en el tiempo y el espacio. El negro se quedó parado al lado de la puerta totalmente inmóvil como una estatua, un gólem creado para morir por su amo. Sin siquiera ser tocada la puerta se abrió, lo esperaban. La habitación era larga (30 metros), mosaicos finos cubrían el piso con una figura extraña y caprichosa. El techo estaba arqueado con un gusto más bien gótico, cientos de velas se hallaban a los costados de la habitación y en el piso, dándole paso a una senda central. Al fondo una especie de trono, sobre él un traje negro; el más fino casimir ingles, camisa del mejor algodón, corbata de seda, sombrero de copa, unos anteojos totalmente oscuros y zapatos de charol con sus respectivos calcetines. Con cierto deleite parsimonioso fue vistiéndose las prendas, evidentemente hechas a su medida por algún extraordinario sastre. Se sentó en el trono, algo en él había cambiado, algo difícil de describir, sintió estremecer sus sentidos mientras se expandían, sintió que su ser se fundía con la silla, con el cuarto, con la mansión entera y todo lo que había en ella. Era al mismo tiempo florero y malva, pintura, esclavo, vela, el mismo y una parte del ser infernal del Barón Samedi. Este era el verdadero poder, el dominio sobre todo, era virtualmente invencible. Los lentes se fundieron con su piel, ya no necesitaba los ojos para ver, acabo de perder los dientes y las uñas, su cuerpo entero adquirió una consistencia más fluida, semisólida. Sus verdaderos sentidos estaban en todo el sitio, eran ubicuos. Pero otro sentido: el de no muerto, le advirtió que alguien se acercaba, solo tenía que esperar.

Quizá fue por las sombras que lo envolvían todo, o porqué la cortina de lluvia era tan espesa que tan solo permitía algunos metros de visibilidad, o simplemente porque su euforia era tal que nada de lo que ocurría a su alrededor le importaba, pero aquel delgado personaje que silbaba contento con su bolsa negra bajo la lluvia no advirtió su presencia <>. Sonrió, de cualquier forma cerca de ahí alguien lo esperaba. Dos ya habían caído: la mujer y el primordial, deseó haberlos eliminado él mismo <> murmuró con voz apenas audible. Acarició su katana, su arma más preciada, fruto de su primera encarnación en un Japón feudal en constantes guerras, los recuerdo de los combates sangrientos aceleraron su pulso y apretó el paso.
Si alguien hubiera podido verlo se hubiera quedado petrificado y con un alarido atorado en la garganta, o quizá simplemente un benévolo desmayo lo habría salvado, pero aun así al despertar tendría en los ojos la horrible sensación de haber contemplado una pesadilla. Una de dos metros con la piel de un color negro imposible, con una imponente armadura samurai de color rojo y bordes dorados, una careta le cubría el rostro a excepción de la boca, los ojos –completamente azules que transmitían una incalculable sed de sangre- y el cabello que caía tras él, peinado en una elegante trenza negra en la que se enlazaba una cuchilla.
Por fin llegó al sitio, la impresionante puerta de rosetones laminados en oro estaba abierta. No se maravilló ante el prodigio arquitectónico con su bellaza mística, más bien midió las magnificas posibilidades del lugar como fortaleza. Penetró con cautela pues sabía que estaba en territorio enemigo, seguramente lleno de sorpresas. La vegetación era tan vasta que por un momento recordó su tercera encarnación en Vietnam. En la maleza todo es hostil, todo acecha, de cualquier punto algo puede emerger y darte muerte, o herirte de tal forma que todavía no mueras y te empiecen a devorar los carroñeros, como la pútrida fiera humana que se arrojó hacia su brazo con intención de arrancarle un trozo, pero que se partió los dientes ante la magnifica elaboración de la armadura. Con la mano libre aplastó el cráneo del zombi, una grasa sanguinolenta corrió por su mano, la cacería había empezado. De la maleza emergieron varios cadáveres de ojos blanquecinos que adoptaban una actitud de fiera salvaje y se arrojaban aun sin importarles que todos eran mutilados por el filo de la espada en un inverosímil torbellino de manos y pies, pero sobre todo cabezas. La lluvia no disolvía la sangre grasienta de estas criaturas y todo el camino por donde se fue abriendo paso quedo cubierto de ella. Finalmente llegó a la puerta principal, en la fachada los oscuros ídolos parecían mirarlo de forma hostil. Repentinamente la piedra comenzó a moverse de espantosa forma. Con posturas atroces y llenas de odio trataban de ahuyentarlo con su danza macabra. Una carcajada sonó en todo el lugar de modo uniforme, o tal vez solo en su cerebro, esto fue únicamente la bienvenida.
Penetró en el lugar, sin duda el interior era majestuoso, por un momento recordó todo el lujo que había vivido en su segunda encarnación como alto miembro del partido Nacional Socialista alemán. Fue una vida de riquezas, pero para él todas eran superfluas, pero para él los verdaderos tesoros estaban en el combate, cada gota de sangre un rubí, cada lágrima en el rostro del vencido a punto de morir un diamante, un hueso roto sobresaliendo de un miembro mutilado una fina talla de marfil, por eso la guerra para él era le máximo goce y los adversarios más fuertes los mejores trofeos. Lo que más lo desconcertó del lugar era que estaba vacío, no había más hordas zombi ¿entonces?
La magnífica arquitectura del lugar fue construyendo en sus ojos un cambio en la luz del sitio. No pudo precisar de donde venía, pero lo que sí pudo ver claramente fueron los dientes verdosos del colosal negro que descendía lentamente la escalera, con los labios en un rictus que alguna vez fue una sonrisa burlona, pero que ahora más bien asemejaba la expresión de un gruñido. Llevaba empuñado en la mano izquierda un bastón y la derecha en los bolsillos de sus ropas de esclavo.
Desenfundó nuevamente su espada y decidió esperarlo para medir su fuerza. Ahora el negro se hallaba a tan solo tres metros de él, arrojó el bastón con increíble fuerza directamente contra su rostro, un movimiento de la espada desvió la trayectoria, sin embargo esto dio tiempo para que el negro sacara la mano de su bolsillo y arrojara a su rostro un polvo pardo y sumamente quemante que lo aturdió profundamente primero, y después le hizo sentir como si todo su cuerpo fuera un único e inmenso calambre, el dolor era tal que no había espacio para nada más, ni siquiera podía sentir los golpes de la colosal mano del negro que ya le había destrozado parte de al careta. Pero el doloroso caos fue adquiriendo sentido, cada parte de su cuerpo se convirtió en un dolor distinto –falanges, piernas, antebrazo, cuello-, un código secreto que daba por resultado una sola frase: “solo los débiles perecen”. Y aceptando todo el dolor e incorporándolo, volviéndolo algo propio que le daba aun otra fuerza más, logro encoger sus piernas, acercar a ellas sus brazos y tomar de cada una de sus pantorrillas una pistola escuadra y disparar justo en cada ojo del negro que quedo inanimado pesadamente sobre de él. Se lo quitó de encima y después de incorporarse con su espada cortó la cabeza, los brazos y las piernas para asegurase de que nada lo sorprendiera, pues con un zombi es difícil tener certezas.
Pero en el breve lapso de su encuentro el lugar había cambiado, la estructura seguía siendo suntuosa pero con detalles macabros por todos lados. Había muchas estatuas talladas en piedras preciosas –obsidiana, amatista, ónice, turquesa, ámbar, marfil- todas con rostros temerosos y sufrientes arrodilladas frente a otra que se hallaba en un pedestal y que tenía un impresionante realismo. Era un hombre con un elegante traje negro, sombrero de copa y lentes oscuros. Desconcertado se acercó a la estatua para apreciarla mejor, pero aunque sus ojos se negaban a creerlo el dolor en su rostro era real, la estatua se había movido y lo había pateado. Otra vez una carcajada sonó directamente en su cerebro junto a los gritos de las otras estatuas que voltearon a verlo suplicante y después se resquebrajaron. De los fragmentos nacían insectos preciosos que luego se reintegraban a las paredes del lugar. Pero todo parecía confluir en solo punto: la puerta de ébano. Casi por instinto llegó a ella porque era necesario escapar de este caos imposible de tolerar, sin embargo no se abría, todos los insectos empezaron a aproximarse hacia él con la amenaza de devorarlo sin que se pudiera librar pues eran infinitos, aunque luchara terminarían por vencerlo y lo integrarían al caos, en el que vagaría atrapado eternamente. Justo antes de que el primer insecto lo tocara, con un pesado rechinido se abrió la puerta, pasó sin dudarlo.
Respiró varias veces agitadamente y se dio cuenta de que en realidad se había atemorizado, lo habían obligado a sentirse ridículo, débil. Esa era una ofensa que no estaba dispuesto a tolerar. Escudriñó el lugar con sus ojos furiosos, se hallaba vacío en apariencia, quizá su enemigo se escondía. Por fin su mirada se fijo en el detalle más suntuoso del lugar, un vitral de tipo gótico que mostraba la misma figura que la estatua, el hombre del traje negro. Aunque esta vez fue más sutil sus ojos no podían creer lo que contemplaban, porque lentamente, como si se tratara de algo líquido, la figura en el cristal comenzó a fluir hasta llegar al trono de piedra, treparse a él y formar de nuevo la figura humanoide, con apariencia semisólida. Otra vez la voz en su cerebro:
-No dude ni por un segundo que llegarías hasta aquí guerrero, sin embargo estoy seguro que no saldrás, es imposible hacerlo, es imposible que sea vencido, tengo el poder y los atributos del Barón Samedi. Es avasallante, más allá de lo que alguna vez soñé. Pero vamos intenta derrotarme, diviérteme.
Otra vez tomó sus escuadras –las favoritas de la segunda encarnación- y le vació las dos en el cuerpo, pero las balas entraban blandamente sin herirlo. Otra risa. El cuerpo fue reabsorbido por el trono y desapareció de su vista, guardó las espadas y desenfundó la katana, pero esta no le sirvió de nada contra el puño de piedra que se desprendió con una velocidad vertiginosa desde el techo. El golpe fue seco y con el aturdimiento fue a parar contra el suelo y ahí, sintió otro golpe que lo elevó justo desde la boca del estómago, antes de caer otras manos lo arrastraron hasta la pared y ahí lo sostuvieron. Su adversario emergió del piso, lo miró fijamente desde detrás de los lentes adheridos a su piel y su casco roto por fin estalló en mil pedazos. Alzó tambien la mano derecha y sus dedos se estiraron hasta convertirse en finas tiras de un metro cada una. Dio un paso atrás y empezó a flagelar el rostro del guerrero, dejando con cada golpe surcos en el rostro horriblemente negro.
-Tendrías que reconocer que sí eres débil ante mí, muy débil –la voz en su cerebro era fastidiosa, intolerable, él no era débil, él no iba a morir, debía ganar <>. Con un increíble esfuerzo arrancó los brazos de piedra que lo sostenían, tomó nuevamente su katana y se puso en guardia.
-¿Qué no lo entiendes? Estoy en todo, el lugar soy yo, cada molécula de este sitio responde a mis pensamientos, es una expansión de mi conciencia, soy infalible. Mejor comienza disfrutar de una vez la tortura que tengo preparada para ti.
El samurai extendió los brazos con un movimiento rápido y toda la armadura se desprendió de él salvo la funda de su espada y sus pistolas escuadra <> dijo al tiempo que mostraba una sonrisa de dientes azules y colmillos pronunciados.
-Te has vuelto loco –aulló la voz en su cerebro- dejas la única protección que tienes y...
Pero la frase ya no alcanzó a completarse, pues él saltó atravesando el vitral vacío, cayendo justo fuera de la casa. Después su mente captó algo demasiado primario como para ser traducido en una frase, era pánico, el pánico de otro justo antes de morir, algo que jamás había sentido y que lo colmaba de placer. Luego en verdad sus oídos escucharon algo, grave y ensordecedor como varios truenos juntos, la ola de aire caliente empujó un poco su cuerpo mientras todo el sitio ardía. Un perfume inconfundible le llenó la nariz y la garganta: napalm, su arma favorita de la tercera encarnación y la llevaba en toda la armadura.

Despertó tras sentir un hormigueo en la boca, cuando sus ojos se adecuaron miró el cuarto pequeño de los picos dorados en la pared, trató de articular un grito pero los insectos se lo impedían, pues salían furiosos y lo devoraban poco a poco. Cerró la boca, un crujido seguido de un sabor amargo, volvió a abrirla para tratar de escupir pero los resto se perdían en el torrente que ya había infestado todo el cuerpo desde los pies hasta el rostro. El zumbido era ensordecedor, insoportable, miró los ojos reprochantes y rencorosos del Barón Samedi tras sus gafas oscuras adheridas a su piel y comprendió por un instante todo el dolor eterno que le esperaba, quiso cerrar los ojos pero varios gusanos ya casi habían terminado con sus párpados y empezaban a atravesar la retina...

En el siglo III después de Cristo un profeta tuvo una visión y anotó en un papiro amarillento esta frase: “Maldito sea por todas las eras el hombre que se atreva a portar la armadura, que traerá a la tierra el maligno, desde el más profundo de los infiernos”, después murió. Los teólogos más doctos afirman que la cusa de su muerte fue el miedo por haber visto a un ser del infierno portando esta armadura. Esto en realidad nunca ocurrió, lo evitó sin querer una santa que no soporto la tentación y el martirio y perdió su alma. Eso fue hace mucho tiempo, pero para Reyes faltaba aun un poco más de su peregrinar bajo la lluvia antes de conocer la revelación.

-Si, esta es la dirección.
Una bodega como cualquier otra de las muchas que hay en la Ciudad de México. Pero no, más bien no, bajo situaciones más normales el lugar hubiera estado más sucio y quizá lleno de ratas y demás alimañas, pero no, incluso antes de encender las luces supo que no era así. De hecho estaba intachablemente ordenada y limpia, después de todo era su estilo. Un ojo observador se hubiera dado cuenta de que las medidas del lugar formaban un cubo perfecto, solo dos ventanas –cuadradas y a escala- daban paso de vez en cuando a un relámpago. Al centro estaba un elemento raro y distinto al conjunto, una cortina plateada que cubría algo de forma misteriosa. Sonrió como solo podría sonreír un niño o un loco, sus ojos refulgían de febril alegría. Cuidadosamente sacó la preciada cabeza de la bolsa –la cual dobló perfectamente y guardó en uno de sus bolsillos-, la sostuvo con sus manos extendidas para mirarla de frente, aun sonriendo, mientras daba elegantes vueltas en una danza macabra, pero feliz. Cundo llegó al borde de la cortina, aun sonriendo, con un ademán como el que haría un mago la arrojó al aire y esta desapareció, quedando por fin a la vista el monumento. Boquiabierto y extasiado lo paladeó con los ojos. Ahí estaba su padre con el mismo rostro enojado de siempre, su madre con su hermosa cara de víctima y Amanda, con su rostro de sencilla y hermosa ingenuidad que a veces más bien resultaba estupidez; o bueno, tan solo estaban sus cabezas.
Un gran círculo dibujado con sangre –obviamente perfecto, lo delimitaba. Alrededor de su perímetro había ocho brazos humanos que apuntaban hacia cada una de las direcciones, formando una roza de los vientos. Cuatro eran de hombre y cuatro de mujer intercalados de uno a uno. Al centro estaba una plataforma de acero oscuro, de esta sobresalían ocho piernas, igualmente intercaladas de una a una en hombre y mujer, dando la apariencia de dar sostén a la base. Arriba estaba otra base más pequeña hecha de plata, incrustados en su perímetro estaban cuatro brazos en actitud de sostener algo, las manos que miraban al este y al oeste sostenían cabezas de mujer, las que miraba al norte y al sur una de hombre. Así mismo en la base inferior estaban incrustados dos troncos de hombre y en la superior dos de mujer, estos nuevamente hacia el este y el oeste, mientras que los de hombre hacia el norte y el sur. Atravesó el círculo hasta quedar justo enfrente de la cabeza del norte, en ese momento se le borró la sonrisa y le cambio la mirada. Con voz seria e incluso solemne se dirigió:
-Hola papa, mucho, mucho tiempo sin vernos cara a cara ¡Ja, ja, ja, ja,!- una carcajada frenética y dolorosamente sarcástica se le escapó, sus ojos fosforecían de odio verde- ¿No me reconoces? Soy tu pequeño, el pedacito de odio que sembraste en el planeta, el dócil, el desquite de tus mediocridades, la carne de tus resentimientos, al que atravesabas de dolor en el alma y penetrabas en el cuerpo, tu pequeño juguete perverso ¿Ya no te acuerdas de mi maldito violador? ¿De mi madre? Ella nunca fue suficiente para ti, ¡oh no! Tus ataques requerían más, siempre necesitabas algo que desgarrar. A veces lo hacías con los dos, entonces cuando terminabas y te ibas y nos dejabas dolientes y sangrantes ella me curaba y me acariciaba, me abrasaba y me besaba y aliviaba un poco el dolor. Por eso tuve que salvarla ¿verdad mamá?- en ese momento se dirigió hacia la cabeza del oeste depositando un delicado beso en sus labios fríos- Yo te libré de tus dolores, lo merecías más que nadie en el mundo mami. En cuanto a ti maldito –dijo tornándose nuevamente hacia la cabeza de su padre- yo no sé si el mal se aprende o se hereda, pero seguro me viene de ti. Pero aun ahí fui más que tu ¡te jodiste cabrón! ¡Yo te jodí, yo fui quien finalmente te jodió al último!
Se quedó mirando varios segundos más la cabeza, seguía fría e inexpresiva, eternamente muerta, la sonrisa plácida regresó a su rostro, tranquilamente se dirigió hacia la otra cabeza de mujer, con su mano libre hizo una suave caricia en su rostro.
-Querida Amanda, la misma de siempre, la única. Creo que nunca me entendiste, yo te quería, solo que eras tan caótica, tan imperfecta. Quise acabarte de formar, de hacerte lo que en realidad podías ser, y finalmente te di el más perfecto obsequio que pude ofrecerte, sé que después de todo me lo agradeces ¿verdad? Y respecto a ti –dijo mirando la cabeza que sostenía en sus manos- ¡te vencí imbécil, a ti tambien te jodí! Ahora consuma mi obra –con mucho cuidado depositó en la mano vacía la cabeza, completando por fin el monumento. Se despojó de sus ropas, las doblo con cuidado y las sacó del perímetro del circulo, subió a la plataforma de la base cuadrada coronando por fin todos sus esfuerzos, extendió los brazos a los costados y cerró los ojos.
Más allá de sí mismo contempló todo. Se contempló por primera vez en plenitud, las arrugas de los ojos siete en el izquierdo seis en el derecho, las comisuras de sus labios ligeramente más grandes en el lado derecho, sus lunares, sus pequeñas verrugas, sus cicatrices, las varices en las piernas, un testículo más grande que otro, el azaroso laberinto de sus huellas digitales, aquel pequeño diente chueco, sus cabellos creciendo sin control hacia todos lados, su falibilidad, su total imposibilidad de simetría autentica, de perfección. Una angustia inmensa se apoderó de él –avasallante como un terremoto cuyo epicentro estaba en los ojos- hasta que fue incontenible, dos pesadas lágrimas se escaparon al mismo tiempo, la del lado izquierdo era negra, la del derecho blanca. Paralelas ensanchándose de forma creciente y constante cada una hasta tocar el justo medio, cubriendo incesantemente el cuerpo hasta llegar a los pies, para volver a ascender cubriendo toda la parte de atrás, dando vuelta en la ahora perfecta redondez de la testa mientras cubría de nuevo los ojos, el del lado izquierdo blanco y el del derecho negro. Su cuerpo se había modificado, sus manos mutaron en dos picos tan finos que terminaban en su punta casi como aguja, en su base tenían tres y medio centímetros en la raíz de las bifurcaciones y que se inclinaban hacia el centro hasta separarse solo por un centímetro. Sus pies formaban puntas piramidales afiladas, una apuntando hacia el frente mientras la otra al reverso. Ahora si estaba simétrico y por ende perfecto, un horrendo arlequín formado por dos odios que miraban cada uno de su lado al infinito sin poder alcanzarse jamás.
Regresó a sí mismo en el momento justo en que la puerta era derribada. El extraño ente oscuro que arribaba sostenía en la mano derecha una katana, tenía una mella en la mitad, portaba tambien dos pistolas con cruces swásticas en los costados, ambas presentaban golpes y escarapeladuras en distintos lugares. Arrugas en los pantalones, golpes en el cuerpo, raspones, rasgaduras en la cara, algunos cabellos sueltos de la trenza: imperfección por todos lados, caos a punto de ser absorbido en su terrible cosmos.
Descendió, sus pies estaban separados cinco centímetros del piso, levitaba, sin perder ni por un segundo su postura en cruz.
-Vaya ¿pero qué tenemos aquí? Ahora si estas listo para ser un oponente digno –dijo por fin el guerrero sin esperar ninguna respuesta pues su oponente no tenía boca- vamos a ver que puedes hacer –guardó la katana y tomó las escuadras, disparó varias veces pero todas las balas fueron esquivadas sin que el arlequín perdiera un ápice de su posición, esos eran cálculos simples. Repitió varias veces el proceso obteniendo siempre el mismo resultado.
-Es hora de dejar los juegos y comenzar a pelear en verdad –tomó la katana y se arrojó directamente contra su rival pero sus lances fueron contestados de forma simétrica por los brazos-aguja, sucediendo así varias veces. Dio un salto atrás esperando defenderse, pero los golpes de su adversario eran tan perfectos que resultaba imposible detenerlos, su torso era rasgado poco a poco con un patrón definido, que en realidad no causaba heridas graves, en cierta forma tan solo jugaba.
La desesperación se apoderó de él, así que intento un nuevo ataque usando sus mejores técnicas, pero como si leyeran sus movimientos sus ataques fueron detenidos y contestados, esta vez aumentando sus ataques en proporción aritmética, causando cada vez más y más daño. Dentro de todo se dio cuenta de que este orden tan terrible era algo muy bello, una simetría tan hermosa y acabada que podría ser la expresión esencial del número dos. El dos que separa la vida de la muerte, el dos de los que se contemplan sin alcanzarse jamás, el de las paralelas, el rencor del uno al que tiende y que jamás podrá ser. Algo sumamente acabado, sumamente perfecto, pero jamás la perfección en sí. Se dejó golpear dos veces más y luego rió con el estrépito de tres vidas de asesino.
-Es cierto, este orden es algo hermoso, casi perfecto, pero es una tortura, una verdadera condena –el arlequín se detuvo y aunque no tenía oídos lo escuchaba perfectamente-. No te das cuenta de la farsa que implica tu estado, tu propio ser representa las cosas que desearían disolverse en una pero que nunca lo serán, eres la evidencia del otro que posee lo que te falta. Jamás podrás incluirlo todo a la vez aunque luches eternamente, siempre habrá algo más allá de ti, algo que no posee ni el más poderoso de los demonios sino lo verdaderamente divino. Yo te ofrezco otra belleza, la de la guerra, la de los asesinos, la de las contiendas, la de lo incalculable y lo fortuito, el deseo de oponerse al cosmos, la estética del caos.
Las manos agujas se doblaron poco a poco para cubrir el cuerpo, una quedo a la altura del pecho, la otra a la de la cara. Sus piernas flaquearon doblándose hacía su interior pero la derecha quedo arriba.
-Ni siquiera el caos que yo te ofrezco puede ser absoluto, es como tu: imperfecto, eso es lo que lo hace divertido. Pero tu fuiste engreído y quisiste poseer el orden, por eso alguien pudo jugarte esta broma ¿no te hace gracia?
Torció su cabeza hacia el monumento y miró el rostro cuadrifásico de Bifrus donde tenía que estar la cabeza del bromista. Algo en él se reventó y terminó por estallar justo en el lugar donde tenía que estar la boca, una cacofonía de sonidos sin control salió junto a un torrente de luz informe. Estalló en cientos de astillas de cristal blancas y negras. Unos dientes azules de colmillos pronunciados dieron un espacio momentáneo de existencia a una macabra sonrisa.

Dolores dobles, cortadas simétricas. Muchos miembros: cabezas, torsos, manos, pies, corazones, etc. Todos acomodados en hileras de forma uniforme y ordenada. Una burla, una celda. Dos lágrimas paralelas rodaron como presagios a una impotencia eterna.

Cuarto capitulo

(La otra razón de ser nahualdivino)

Nahual Divino

En otro sitio que tal vez sería difícil precisar del todo, alguien despertaba de un trance para poder entrar en otro más profundo aun. El humo de los braseros de copal se dispersaba enviando su ofrenda perfumada a otra región y mostrando por fin a un personaje particular, con el rostro pintado en franjas amarillas y negras, el cabello cortado en dos aguas como los guerreros y con penacho de plumas de garza. Su traje estaba cubierto de negro y dorado, era a la vez el de sacerdote y de guerrero. Abrió sus ojos, que hubieran pasado fácilmente por dos fragmentos del cielo nocturno atrapados y que le había regalado Mictlantecuhtli, el señor de los muertos. En ellos estaba plasmada una expresión de miedo, no aquel que se siente contra lo infundado y lo que acecha en las sombras, no, algo más instintivo, el miedo que aguza todos los sentidos, dilata las pupilas y libera el sudor frío, el miedo ante la aniquilación inminente. Lo había visto todo en su trance, la impresionante metamorfosis madurada con las torturas más terribles a las alguien puede someterse. Supo que esto iba a ocurrir desde el momento de ser detenido por una mano descarnada y colosal cuando estuvo a punto de asesinarlo y dejar que sus restos se consumieran en el fuego. Su solo contacto le demostró su gran poder, y si ese era su elegido no sabía en realidad contra que se enfrentaba, quizá la más dura de las aniquilaciones. Pero él no lo permitiría, aun le quedaba la oportunidad de demostrar al fin toda la fuerza que estaba a su alcance, toda su crueldad, incluso podría robarle su alma y devorarla, la incorporaría a su ser para obtener más fuerza y más vida. Se haría superior a todos los demás y ganaría. El premio al final de todo era su meta máxima, algo con lo que todos ahí siempre soñarían. No podía fallar, después de todo él era también un elegido.
Se quedo mirando un momento la inmensa noche oscura y su mirada tuvo un destello que se perdió en el vacío de sus ojos estelares, de sí mismo y de la tierra y comenzó el viaje. Un viaje largo, lejano, el trayecto de los cuatro años en tan solo unos segundos, las sendas del descanso eterno, el camino que su alma conocía ya tan bien, viajando como un veloz destello. Primero el río caudaloso y tenaz, frío y sobrecogedor, incontenible en su cauce, las almas luchaban contra él ayudadas con sus perros, tragándose con sus desesperados gritos su clamor de agua salvaje.
Después atravesó el estrecho entre las dos montañas heladas, el camino era tan angosto que solo podía cruzar uno a la vez. Y la procesión de almas en pena era inmensa, iban desnudos y el frío les congelaba el alma y entre la desesperación algunos golpeaban furtivamente a los que tenían enfrente para abrirse paso, el camino se tapizaba igualmente de los caídos, eran pisados inmisericordes y el frío los atormentaba aun más, pero no podían morir, ya estaban muertos.
Luego la montaña de obsidiana, escarpada y sin sendas fijas, cortante, terrible. Algunos trataban de escalarla y se herían el cuerpo duramente, los más tenaces continuaban desperdigados en lugares y alturas distintas, guiados por un sentimiento extraño que no alcanzaba a comprende.
Inmediatamente un llano árido y vacío de enloquecedoras proporciones, solo llenadas por un viento helado y más cortante aun que la obsidiana, aquí ni los inmensos clamores de las almas dolorosas podían callar al viento que rugía incesante desde hace incontables eras.
A continuación el sitio donde los que han logrado pasar hasta este punto se agrupan en extraños ejércitos furiosos y sus banderas ondean orgullosas e imponentes, preparándose para el siguiente sitio, donde las guerras se llevan a cabo caóticas y sin fin desde tiempos inmemorables. En el que las flechas surcan a cada momento el cielo y se amontonan en la tierra como hierba en el campo. Otros ejércitos avanzan aun más allá, al lugar donde habitan las fieras alimentándose de corazones humanos, bestias quiméricas con lo más destructivo de las especies de la creación. Pero ni aun ellas superaban su ansía devoradora de almas.
Enseguida las piedras que flotan en el vacío, donde tan solo unos cuantos osados avanzan de isla en isla, cerca ya del fin, varios caen y sería difícil precisar donde es que sus almas terminan.
Al fin se encontró ante su presencia, su cuerpo cubierto de huesoso humanos y su rostro enmascarado por un cráneo, con una orejera hecha tambien con un hueso humano. Su pelo era encrespado y negro, pero quizá lo más impresionante eran sus ojos estelares, iguales a los suyos pero con una maldad infinitamente superior. Su atuendo era el más majestuoso, como los signos qué en los códices mexicas se representa al temido dios de los muertos.
-Mictlantecuhtli, señor, aquí está tu elegido -clamó por fin-, libera mi máxima fuerza, dale a mi alma el privilegio de que coexista con el nahual sagrado, el tesoro de la novena región de los infiernos: el poderoso jaguar –esperó contemplando por un momento el rostro malvado y enigmático del señor de los muertos, luego sintió una ligera sacudida en los pies, que fue aumentando en intensidad de manera progresiva y constante, hasta convertirse en un terremoto ensordecedor. Tan súbito como llegó, cesó de pronto, todo a su alrededor había desaparecido también dando la impresión de un vacío oscuro. A lo lejos una luz dorada comenzó a emanar de lo que al parecer era una grieta, movió su ser astral hasta ese sitio, lo segador de la irradiación le impedía hallar lo que se encontraba en sus profundidades. Pero al cabo de unos momentos algo más sólido que la luz comenzó a fluir por el torrente dorado. Tomó forma poco a poco, majestuosamente dibujándose ante su asombro y su miedo. Descendió ya formado con gracia y lentitud, altivo y soberbio como solo podía serlo algo que tomara conciencia de ser un maligno tesoro. Paseó su vista sobre todo el vacío extendido y después reparo con interés desdeñoso en la figura astral, rugió con toda su potencia ensordecedora y dio un salto veloz como un trueno, se volvió nuevamente una forma de luz, rodeó primero a la figura astral y comenzó a fluir entrando por su pecho, volviéndose uno con él como todas las almas que había devorado, discerniéndolas a todas y acabando con lo último de individuales que les restaba, liberando el poder en su forma justa y sumándolo al suyo, al de ambos, y después al de la forma ya única que había que había formado, un ser puro que no era ni hombre ni jaguar, una especie única, el verdadero nahual divino.

Sin duda lo que obligaba a Reyes a moverse no era la conciencia, más bien su cuerpo buscaba algo que lo ligaba con su pasado, (que en este momento le era totalmente desconocido, pero que tendría que alcanzar en algún momento) Un pasado sin duda lejano, ligado al objeto más impuro de la tierra, la muerte de su esposa y ser un favorito. El camino hacia su verdadero destino era aun distante y entre sus lágrimas y la lluvia solo quedaban reflejados vagamente algunos de los ennegrecidos destellos de la armadura.

El nahual abrió los ojos, ahora centelleaban una energía dorada, el lugar estaba iluminado por una serie de llamas que proyectaban una luz terriblemente roja. Era como si los templos se hubieran alimentado con la sangre de miles sacrificios a la vez, los jaguares, los atlantes, las serpientes emplumadas, los cráneos, las grecas, todas las estatuas daban la impresión de haber sido bañadas con la sangre de miles de asesinatos y su testimonio mudo solo delataba una indiferencia de roca. Era algo espléndido y macabro, hipnótico, eran sus verdaderos dominios. Pero algo los mancillaba lo supo al instante, había llegado el momento de acabar con el intruso. Comenzó su búsqueda con movimientos de felina cautela, sin hacer ningún ruido, divisó a lo lejos primero dos puntos de luz, diminutos destellos como estrellas gemelas. Al acercarse estos crecían, se agitaban, se volvían dos abismos de luz cegadoramente púrpura: el vacío de la muerte.
Ahí estaba inmóvil con su negra túnica acariciada por las luces rojas de las llamas, su cráneo enrojecido de sangre seca, como sus manos huesudas que sostenían una gran guadaña. Comenzó a soplar un viento extrañamente calmado que arrastraba la túnica y la colmaba de susurros que lamentaban el vacío y la soledad absolutas, provenientes de los abismos de la muerte. La desesperanza de los millones de olvidados dejada entrever apenas.
Se contemplaron callados un tenso instante, los ojos púrpura del intruso contrastaban con los ojos centelleantes del jaguar, que rugió con la maldad de las nueve regiones infernales, obteniendo por respuesta la dolorosa risa acompasada de los millones de olvidados.
-Así que has despertado –habló por fin la voz sin tiempo- me han dicho que devoras almas. Veo que has evolucionado, yo también en alguna forma. Si tanto deseas mi alma ¿porqué no vienes y la tomas? Dicho esto hizo con la mano izquierda el signo de la cruz al revés.
El nahual rugió con fuerza terrible y corrió dirigiéndose de frente hasta donde se hallaba su adversario. El coro de los olvidados comenzó entonces a entonar su réquiem, lleno de sonidos temibles, cacofónicos, pero manteniendo una extraña y malévola armonía. Él no se inmutó siguió corriendo con furia dejándose llevar por su instinto asesino de bestia, embistiendo con sus terribles garras, pero solo logrando degollar una estatua, su adversario se hallaba en el sitio opuesto, justo donde él comenzara su carrera. Gruñó despacio, luego una extraña risotada salió de sus fauces.
-No esperaba menos de ti -dijo haciendo sonar su voz por sobre las del coro- tu alma será mía de cualquier forma.
Volvió a emprender la carrera con velocidad mayor, esta vez su adversario no se movió, solo alzó su terrible guadaña y dio un golpe empujando de forma terrible el aire contra él, haciéndolo volar varios metros hasta estrellarse con una pirámide. Se levantó velozmente como si el golpe no lo hubiera afectado en lo más mínimo. De su cuerpo empezó a manar una energía similar a la de sus ojos, pero de un color más opaco, dándole un aspecto majestuoso. Esta vez su carrera fue de una velocidad mucho mayor, logrando rasgar el costado derecho de la túnica sombría de su adversario.
El aire comenzó a soplar más rápido.
Embistiendo nuevamente con la misma velocidad rasgó el otro costado, aunque su adversario alcanzó a cortar con su guadaña su brazo. Su sangre tenía un brillo hermoso, rojizo como un torrente rubí, se lamió la herida con ademán felino y otra vez embistió. El golpe esta vez fue certero y le destruyó un pedazo de la parte frontal izquierda del cráneo ensangrentado, adquiriendo un aspecto aun más horrible. El contraataque apenas rozó el rostro al nahual hiriéndolo con la guadaña, instantáneamente la herida se llenó de sangre luz.
El intruso se envolvió en su capa y apareció en otro sitio para ganar unos segundos a las acometidas de su rival, se encontraba en la mitad de las escaleras de la pirámide más alta, expuesto de lleno a cientos de flamas rojas que iluminaban su túnica de modo que el efecto creado le confería un aspecto de ominosa inmensidad. Desde ahí lanzó varios golpes de viento con su guadaña, pero todos fueron esquivados y se estrellaron contra un conjunto de serpientes emplumadas que se destruyeron en mil pedazos. Esperó nuevamente el ataque de su enemigo que subía con increíble velocidad las escaleras, de pronto este dio un salto, trató de detener el choque con su arma pero las garras terribles de su adversario la atravesaron quebrándola y destruyéndole también la parte baja del maxilar. Nuevamente se envolvió en su túnica y desapareció. El nahual divino quedó atónito ante esta desaparición tan súbita, sin embargo el viento y los horribles cantos continuaban incrementando su desesperación. Repentinamente sintió una terrible presión en el cuello, el intruso estaba tras de él asfixiándolo. Trató de zafarse con movimientos convulsos y enloquecidos, pero era inútil, no podía escapar. Sintió de nuevo –aunque en grado mucho mayor- el miedo ante la aniquilación, solo que esta vez era algo totalmente inevitable.
El coro aumentó su intensidad.
El primero de los choques fue quizá el más doloroso, haciendo que todo en su cabeza temblara y se fragmentara como si hubiera estallado un cráneo de cristal, tal era la fuerza de los golpes que le intruso le conectaba con su calavera semidestrozada. Cada golpe no solo le hacía sentir el dolor de su cabeza partiéndose, sino hacía que su energía se escapara de todo su cuerpo como lluvia que resbala en una tumba, hasta que por fin en sus ojos se concentró un rayo que escapó volando hacia el infinito de la noche oscura, dejándolo de nuevo indefensamente humano, de nuevo indefenso ante la muerte.
Con su descomunal fuerza lo aventó lejos, escaleras abajo. A rastras trató de huir ensangrentando sus rodillas y sus manos con el filo de las piedras, en el momento cúspide de su espanto se halló contemplado por dos hipnóticos vórtices, remolinos voraces que lo obligaron a ponerse en pie y abrir los brazos en cruz. El réquiem del coro llegó al clímax, para este momento los sonidos eran tan terribles que algunas estatuas cayeron derribadas por el estrépito. Y sin poder moverse, totalmente hipnotizado contempló a su colosal adversario que extendió hacia el frente sus manos manteniéndolas en esa posición. Primero el contacto fue muy leve, una brisa, una caricia, luego se transformó en un choque en el pecho de dos corrientes definidas, después dos presiones insoportables cortantes y terribles que comenzaron a penetrarlo, a separar su carne. Su cuerpo entero comenzó a dividirse en dos mitades, cada una atrapada en un remolino que iba tragándose piel sangre y huesos hasta que nada quedó. Cientos de almas fueron liberadas en ese momento perdiéndose hacia todas las direcciones.
Y el coro terminó el réquiem.
Todas las llamas se apagaron dejando el sitito en la oscuridad completa, él se envolvió en su túnica y desapareció abandonando todo en soledad salvo por el viento, que en su andar iba descifrando el horror inserto en el mutismo pétreo de las estatuas.

Tercer capítulo del juego

De este capitulo estoy muy orgulloso:

Malleus Haereticorum


“En ese tiempo los hombres buscarán la muerte sin hallarla:
querrán morir pero la muerte se les esconderá”
Apocalipsis 9,6

Había que huir, no importaba hacía donde, solo tenía que correr y sobrevivir, llevaba tiempo haciéndolo, pero perdió la noción de cuanto desde que empezó a llover. Por fin cayó al pisó vencido por el cansancio, cada respiración penetraba hondo como un cuchillo. Intentó levantarse de nuevo pero no pudo, el cuerpo no respondía como deseaba <>. Recargó su rostro hacia un costado y se tendió cuan largo era cerrando los ojos como para olvidarlo todo, pero al cerrarlos solo miraba ese destello inhumano, esas garras como sables rasgando su piel; y por fin en su cerebro ese alarido que era ni gruñido ni carcajada. El solo recordarlo le dio la fuerza suficiente para levantarse y proseguir. Llevó la mano a su costado tan solo para darse cuenta que la sangre aun corría inclemente aunque la lluvia la disfrazara. Rasgó una parte de su sotana y la ciño lo mejor que pudo a la herida para menguar la perdida.
Tenía que continuar aunque correr era inconcebible, al menos bajo estas condiciones, así que emprendió la marcha aun con todo el esfuerzo que esto requería. Durante todo este tiempo no había tomado conciencia del dolor que pesaba sobre su cuerpo, pero fue el dolor mismo el que le devolvió la conciencia de todos sus actos anteriores.
-El destello –volvió a recordar...
Su sala, la oscuridad y la zozobra...
El fuego, la figura de movimientos felinos, su espantosa presencia...
Y súbitamente el destello en las navajas que cortaron su carne y el horror del escape...
Todo se agolpo en su mente volviéndose por fin claro, y cada paso que daba era un detalle nuevo de dolor que quebraba sus entrañas, porque sentía como si respirara miles de astillas de vidrio.
Levantó su mirada nuevamente, reconoció el rumbo, estaba cerca, así que siguió su camino unas cuantas calles más hasta detenerse frente al portón de madera de aquel antiguo templo, lo empujó a pesar del gran dolor que le produjo. Por fin estaba a salvo, se sentía seguro en aquel lugar sagrado. Aunque era una iglesia pobre era bella, sobre todo en su altar principal que databa de tiempos coloniales, laminado en oro, con múltiples nichos en el que destacaban Santo Domingo y una imagen de la resurrección. Avanzó hacía el lentamente y desmoronándose bruscamente se arrodilló.
-¿Señor –dijo quebrantando el silencio mientras las lágrimas bañaban su rostro- porqué permites que me pase todo esto? No lo comprendo.
Y perdió su mirada en las figuras de los santos. Se sintió observado por aquellas figuras de yeso y madera, ya había tenido antes esta sensación muchas veces e incluso le agradaba pues se sentía acompañado y protegido, pero este momento le causaba un gran temor pues había demasiada vida en ellas.
-¿Quién está ahí? Musitó un hombre que salió de la puerta contigua al altar en que no había reparado. Era un sacerdote sumamente joven, alto, esbelto y con un tono de piel blanco ligeramente quemado por el sol. Al parecer la herida era evidentemente visible pues le preguntó que había ocurrido y sin esperar la respuesta regresó apurado por donde había venido diciendo que traería vendas y antisépticos.
El hecho de tener compañía humana lo tranquilizó un poco, levantó su mirada hacía las estatuas y noto que una de las naves laterales, la de la izquierda, estaba envuelta en una oscuridad más profunda, como si hubiese sido construida así con premeditación para solo mostrar toscos contornos que no daban una idea clara de lo que se representaba. Una curiosidad inusitada se apoderó de él y dejando su anterior postración se acercó para con dolorosos pasos descubrir lo que se ocultaba tras la penumbra.
Un choque terrible de repulsión casi eléctrico recorrió su cuerpo y lo dejó tan petrificado como la horrible abominación que tenía frente a él. Era inconcebible que eso pudiera hallarse ahí, un sacrilegio tal que nunca creyó imaginarlo. Pero las letras grabadas con malévola devoción al pie del altar casi escupían al rostro su blasfemia: “Santa Muerte”.
Era aborrecible ver algo creado con tan malsano arte, que daba la impresión de estar vivo y estar soñando el sueño de un demonio. Llevaba una túnica tan negra que tenía el efecto de tragarse las demás sombras, sus manos descarnadas sostenían una guadaña que parecía realmente teñida de sangre humana y sus ojos tenían un apagado color púrpura que contrastaba con su amarillenta calavera. Era muy grande, de tres metros aproximadamente, pero por su horrible semblante daba la impresión de ser gigantesca. No tardó en darse cuenta de que de la guadaña goteaba sangre donde antes solo había pintura y sus ojos de púrpura en perpetuo luto brillaron como sirios para el duelo de la eternidad.
Sintió un horrible vértigo al contemplar la inmensidad del fuego, como un hechizo, un remolino que arrastraba toda voluntad hacia su centro y que irremediablemente se llevaría su alma a un lugar más allá de todo lo conocido, más allá de la justicia, de la culpa y de la conciencia. Un lugar donde se perdería y nada más, sin esperanza y sin recuerdos, ni sueños, nada: simplemente un cúmulo de nada.
Pero un dolor punzante y agudo le hizo recobrar la cordura, instintivamente sacó su rosario mientras gritaba que en nombre de Dios retrocediera. A lo que aquel ser respondió con una risa de ruido apagado y malévolo. Acto seguido agitó una vez su terrible guadaña que incluso sin tocarlo lo aventó lejos.
-¿Aún no puedes recordar querido mío? –dijo con su voz cansada de milenios al tiempo que sus sombras se perdían mezclándose con la penumbra que reinaba en el lugar.
Se quedó paralizado, rígido de angustia en cuerpo y alma, en un terrible choque de mandíbulas apretadas que luchaban por romperse una a la otra. Así lo encontró el joven sacerdote que de solo verlo hecho al suelo vendas y medicinas y corrió a su lado. Lo tomó firmemente por los hombros y lo sacudía gritándole <<¡Qué le pasa!>>. Por toda respuesta presionó sus manos mientras lo agarraba frenéticamente hasta el grado de lastimarlo. Miraba algo fijo en la oscuridad, soltó sus apretadas mandíbulas a punto de reventar, jadeaba un viento frío que le helaba los pulmones y la boca. Desclavó una de sus manos atenazadas y señaló un punto fijo en la oscuridad. El padre extrañado preguntó que estaba ahí, se dirigió con paso firme y seguro intrigado por ver que podía poner en tal estado a un hombre. El otro por su parte movido por un instinto tanto de conservar su vida propia como de proteger la ajena, corrió para tratar de detenerlo haciendo a un lado todos sus dolores. Tarde, fue muy tarde, pero ahí donde segundos antes se hallaba la peor de las herejías solo había una estatua de San Francisco, con sus ojos misericordiosos perdidos en un éxtasis místico de estigmas.
La impresión fue horrible, no supo que pensar, sintió flaquear sus piernas y desfallecer su voluntad. Se agarró del sacerdote para mitigar su caída y aferrándose a él lloró como un chiquillo. Se dejó consolar tratando de pensar que todo era una pesadilla, aliviándose al calor de otro ser humano, del contacto casi maternal de las caricias de sus dedos delgados. Si, muy delgados, cada vez más y más delgados, odiosa e infinitamente delgados, como huesos descarnados, como...
Volteó su rostro solo para confirmar que dos abismos púrpuras lo contemplaban con perenne ironía. Y exhalando un grito se perdió en el abismo de su terror.

Noche obscura en la ciudad, increíblemente silenciosa, un inmenso camposanto repleto de inexpresables tumbas, monstruosamente enorme, semicaótico. Todo lo que sus ojos contemplaban era ciudad que se extendía con impresionante vastedad. Excelente lugar sin duda. Aun quedaban cinco, el escenario era inmejorable. Sonrió con su terrible malicia de guerreo, en todo su cuerpo sintió el ansia del combate, pronto se volvería a cubrir con la sangre del enemigo, un escalofrío de éxtasis acompañó este pensamiento, después de tanto tiempo de ansiarla, otra oportunidad y esta vez sin duda con grandes adversarios. Para él no era tan importante el premio –claro que dejar atrás tan terribles sufrimientos no le vendría mal- deseaba mucho más el momento del combate, la oportunidad de demostrar su superioridad, gran dicha por fin tenerla.
Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer, mejor aun, este era el momento propicio para empezar la caería.

Se despertó con un rumor lejano: el bramido de las olas del mar. No sabía si era de día o de noche, porque todo estaba sumido en la oscuridad completa, no se veía siquiera un haz de luz o algo que diera idea de claridad. Una humedad reconcentrada lo envolvía produciéndole un calor insoportable. Tenía sed, demasiada. Intentó levantarse y sintió nuevamente el dolor de su costado, a tientas y debajo delo que aun quedaba de su sotana palpó su piel y sintió una abrupta cicatriz, un pedazo de carne rojiza y endurecida como una coroza. Se levantó por fin y a oscuras comenzó a explorar el cuarto. Tiró un vaso y derramó lo que al parecer era un poco de agua, se maldijo por eso. En ese mismo sitio encontró en una tabla lo que según dedujo era un pedazo de carne. La probó y sintió unas nauseas terribles, sería mejor no comer nada. Siguió recorriendo el aposento tentando los muros húmedos y mohosos como un ciego, sin poder definir del todo el espacio. Se volvió a recostar en el duro taburete donde despertó y dejó que el tiempo lo recorriera como un torrente ligero. Así se resbaló un lapso indefinido hasta que de la lejanía oyó el ruido de unos pasos acercándose. A medida que aumentaba su intensidad una luz débil se iba colando por debajo de la puerta –pudo conocer con esa luz por fin el lugar de la puerta. Oyó descorrer un pesado cerrojo y vio entrar dos figuras cubiertas con un tosco hábito negro con una cinta amarillenta en la cintura, pero con la cabeza encapuchada a la manera de los verdugos con delgado terciopelo negro. Llevaba cada uno una antorcha y la luz les daba directo en el rostro del cual solo se podían ver los ojos pequeños e inexpresivos, que bien hubieran podido pertenecer a un fantasma. Con un ademán le ordenaron los siguiera. Desubicado y herido por esta luz que tan imprevistamente le alcanzara después de tanto tiempo de oscuridad reconcentrada, no pudo reconocer plenamente en que dirección lo conducían. Después de momentos breves se dio cuenta de que serpenteaban por un pasillo tortuoso y pequeño, que apenas si dejaba caminar con facilidad a un solo hombre, por eso iban en línea recta y él en medio de ambos. Era una custodia extraña, aunque para estos momentos su voluntad estaba tan quebrantada que no se hubiera atrevido a hacer nada.
Llegaron a una escalera igual de estrecha en dimensiones, pero con forma de caracol, que ascendía en lo que le pareció una eternidad. Un vértigo terrible se iba apoderando de él con cada vuelta que esta daba sobre sí misma. Ese enorme tornillo parecía estar hecho para, a base de lentos giros, penetrar en la mente –o lo que aun le quedaba de ella- y enroscarse con la locura para volver una suerte de muñeco inanimado a una persona. Este pensamiento lo hizo perder fuerzas del cuerpo, y hubiera caído de no ser detenido por las duras manos del centinela que cuidaba su espalda. Manos fuertes y huesudas que le recordaban un contacto repugnante. Eso le dio la fuerza necesaria para subir un poco más.
Por fin de forma que le fue difícil advertir, las escaleras llegaron a su fin. En el último escalón incluso sus pies trataron de seguir subiendo de forma automática, lo que ayudo para que la impresión golpeara más certeramente. Estaba en un cuarto amplio cuyos limites se perdían en la penumbra que se posaba majestuosamente en casi todo. Las antorchas de sus custodios parecieron disminuidas ante tanta oscuridad y solo sirvieron para crear una impresión de claroscuro. Al fondo y de forma centrada estaba una especie de tribuna que se elevaba unos cuarenta centímetros del piso. En medio estaba un escritorio de estilo austero y funcional que ocupaba una nueva figura iluminada por una débil vela. Su brazo descansaba en un volumen copiado a mano de nombre: “Ad Extirpanda”. Lo aparto con un ademán breve, junto sus manos dirigiendo su mirada hacia el hombre atónito que tenía enfrente. El efecto que esto producía era sorprendente, pues esta pequeña separación en la altura del estrado daba una apariencia de superioridad colosal, aunados al respeto ya implícito en su hábito negro rematado en un capuchón, que si bien dejaba visible parte del rostro, solo lo sumergía en ese juego de luces y sombras incluía el recinto entero. Ambos guardias se dirigieron las esquinas posteriores del cuarto, dejando el espacio para la figura central. Esta comenzó a hablar en una lengua que aunque familiar le desconcertó, era el latín más perfecto y fluido que había escuchado en su vida:
-En nombre de la Santa Madre Iglesia ¿va a confesar?
Se quedó perplejo y sin saber a ciencia cierta que contestar. Esto era un proceso inquisitorial... para él. Era imposible, no debía ocurrir, era ilógico que algo así existiera aun. Su boca se cerró y el silencio le inundo el cuerpo. Pasaron unos segundos.
-Usted lo sabe, conoce su herejía, será mejor que se entregue. Su salvación esta de por medio. Quiere llegar a ser un bienaventurado ¿o no?
¿De qué era culpable? Toda su vida había estado consagrada a la iglesia, nunca falló, fue siempre un siervo fiel ¿De qué podían acusarlo? ¿Quién podía acusarlo?
-La gracia del Señor es grande, su misericordia se extiende a través de generaciones ¿Acaso no cree en la gloria de Dios? Confiese, arrepiéntase; y el Señor de la justicia nos iluminara para que su penitencia a sea una mortificación amorosa que lo guíe al paraíso.
No podía contestar, sus mandíbulas estaban tensas y ni siquiera le permitían abrir la boca, un grito formado en su garganta clamaba por salir, pero quedo ahogado y convertido en un nudo de llanto que a fuerza de tampoco poder brotar, se vertía dentro de sí causándole una desesperación inmensa.
-El Señor cubre de amor a los que le temen y los malvados los alcanza con su brazo justiciero. La luz divina está en el perdón de los pecados, Él lavará sus inmundicias, tan solo confiéselas.
Su cerebro se convirtió en un torbellino de dudas, cada acto en su vida se volvió un pecado, pero no podía invocar a ciencia cierta ninguno porque el caos de su mente se recubrió de una impenetrable muralla de temor.
-La paciencia de Dios también es grande. Le daremos una hora para que examine su conciencia.
Los hombres oscuros reaparecieron de su anonimato con sus antorchas débiles, situándose uno delante y otro detrás de él. Emprendieron la tortuosa marcha hacía su sombría mazmorra. Ahí espero con mucha angustia que el plazo fijado se cumpliera, pero el tiempo parecía haber detenido su flujo eterno e imperturbable. Después de mucho soltó el nudo terrible de su garganta y un llanto pesado y ardiente como el ácido le recorrió el rostro. Sus sollozos quemantes lo asfixiaban hasta que él letargo de un desmayo lo libró de su tortura.
Volvió en sí con el pesado descorrer de un cerrojo y luz de las antorchas hirió sus ojos –lastimados ya por su propio llanto- como si dos finas y largas agujas los atravesaran. Tras de una agonía breve pero intensa, pudo divisar tres figuras esta vez; y su semblante se contrajo por el espanto al advertir al inquisidor en su propia celda.
-Alguien más ha confesado –dijo en su latín perfecto- y al alba usted será liberado. Los milagros del Señor se hacen patentes. Ore y agradezca, pues ha hallado favor a los ojos de Dios.
Unas lágrimas balsámicas manaron esta vez de sus ojos. No había sido abandonado pues era un justo, la dicha era inmensa, casi completa. Cayó de rodillas y rezó durante muchas horas rindiendo infinita gloria y alabanza como lo haría el coro de los bienaventurados. Nuevamente escuchó de la lejanía los mismos pasos conocidos y el gozo lo embargaba más y más a medida que se acercaban. Se preparó para captar con mayor fuerza su recién recuperada libertad. Llegaron por fin los centinelas e hicieron la misma extraña custodia y de nuevo el camino tortuoso y el ascenso demente. Quiso creer que todo eran formalidades, dentro de poco sería libre y nada de esto volvería a ocurrirle jamás, un recuerdo malo de esos que no evocan, con suerte un día despertaría y su mente ya lo habría borrado. Pero el latín perfecto del inquisidor -nuevamente frente a él en su imponente estrado- demolió todas sus ideas.
-¿Va a confesar esta vez?
Los sonidos rítmicos de sus palabras se metieron en sus oídos como punzantes tridentes que rasgaban inmisericordes su alma, en el caos estas adquirieron forma, la de la más horrible de las realidades.
-¡Usted dijo que sería liberado al alba!- respondió por fin lleno de ira.
-La libertad de Dios está en el perdón de los pecados, por eso debe confesarlos.
-¡Esto no puede ser! Dios había dado cuenta de mí como un justo, me iba a salvar...
-Dios obra de maneras extrañas para conducir a sus hijos a su sendero, no le niegue la oportunidad que se le ofrece de poner sus actos frente a su luz.
Ya no pudo contestar, pues nuevamente el llanto ácido comenzó a brotar de sus ojos hiriéndole el rostro. Su cuerpo lleno de angustia comenzó a herirlo también de modo horrible, su piel se apretaba contra él mismo y lo asfixiaba, sobre todo la presión era insoportable en la herida endurecida como coraza. El aire entraba y salía helado de su boca y el torrente sanguíneo avanzaba como si fuera una espada que lo desgarraba continuamente.
-Dios es misericordioso, pero grande es también su furor a la hora del castigo.
Los custodios iluminaron con sus antorchas objetos que antes se hallaban perdidos en las sombras, dejando entrever las groseras formas de una ancha y alargada tabla llena de cuerdas y poleas, algunos metales cortantes y demás objetos infamantes que se perdía en los irreales contornos de tinieblas. Fue despojado de sus ropas y cargado con la facilidad con que un vendaval movería una hoja, colocado en el potro –infernal aparato concebido por una mente enferma- y atado de pies y manos. Estaba aterrado, sudando hielo por cada poro de su piel y esperando la orden.
El inquisidor hizo la seña de la cruz que le pareció ver horriblemente viciada (incluso creyó ver que era hecha al revés), tras esto los custodios maliciosamente tomaron con sus manos endurecidas las palancas y comenzaron el estiramiento. Con su piel apretándose rígida en su contra, el suplicio se vio aumentado por mucho, pues el dolor que le producía era un ardor incontrolable en cada fibra muscular. Una serie de contracciones dolorosas, varias rupturas de ligamentos y después de huesos, cada uno separándose con un dolor que si bien era particular, formaba parte de un todo maligno e insoportable. Su cuerpo adquirió proporciones grotescas e inhumanas, una masa deforma y sanguinolenta al interior, como el remedo de un molusco sacado del mar de azufre y fuego del castigo.
-Abandónese a la clemencia de Dios y confiese su pecado- dijo el inquisidor con la misma tranquilidad de espíritu con que pediría que movieran una mesa. Pero no obtuvo respuesta porque los gritos del torturado se tragaban sus palabras y se mezclaba con la tormenta que inclemente acechaba al acantilado de piedra donde se hallaban.
-Quizá aun no sea suficiente para su confesión, pero mi deber ante Dios es ser tenaz- hizo nuevamente el signo de la cruz viciada al tiempo que los dos verdugos fantasmas se acercaban a cada costado suyo y lo untaban de un extraño aceite de olor putrefacto, sacado de una horrible y añosa ciénaga que ocultaba crímenes abominables en sus profundidades. Cada uno sacó de su jaula una rata, cuyos incesantes chirridos le herían los tímpanos como saetas. Sintió su asqueroso contacto husmeando primero y poco a poco comenzaron los mordiscos tenaces, el banquete con su propia carne, el horror de ser tragado vivo.
Gritó, con desesperación y furia intentó sacudirse tales engendros. Inútil, su cuerpo estaba tan dañado que no respondía ya, era como un muñeco a merced de sus verdugos y no lo salvaba ni el desmayo ni la bendición de la muerte. Tuvo que sentir cada uno de los incesantes embates de las ratas, cada segundo era un espacio indefinido pero largo, terriblemente largo, el tiempo era una maraña de dolores impensables y sin final.
Súbitamente cesó, pero la horrible sensación persistía al contacto con el aire enrarecido de esa cámara, que se volvió algo insoportable.
-Aquí puede terminar todo, no deje que le esclavice el pecado y confíese.
Esta vez no trató de responder, solo dirigió una mirada llena de odio demente y cargada de iras que no había sospechado jamás en sí mismo. Y si alguna vez en verdad hubiera podido matar una mirada, abría sido esa; y la muerte incluiría sufrimientos superiores a estos, tanto que durarían más allá de la muerte.
Afuera la tormenta había adquirido una paz amenazante, solo el viento y algunos relámpagos persistían, mostrando a la distancia el contorno de los cielos.
-¿Se obstina en su herejía? Bien, que así se haga, pues la luz de Dios es una espada que corta las tinieblas. Acto seguido le fue entregado por uno de los verdugos-sombra un cuchillo sumamente afilado que acercó lentamente a su muñeca derecha desde la parte anterior, con una precisión digna del movimiento de un planeta comenzó a cortar en su piel una línea larga que se extendió hasta la axila y lo mismo hizo con su brazo izquierdo. Dejó el cuchillo y con las manos comenzó a separarle la piel, esa piel tan destrozada y asfixiante. Le invadió una doble sensación extraña, por un lado el dolor terrible de su carne viva y por el otro una especie de extraña liberación de esa piel aprisionante y torturadora, como si lo desprendieran de un enemigo que vivía en él.
Otra sensación menos perceptible fue advirtiendo poco a poco su presencia, ahí donde hace instantes las ratas hicieran sus repulsivos estragos, algo crecía, restaurando de forma asombrosa y tenaz. Una especie de coraza endurecida que iba formándose en su piel dañada.
Se apartó el inquisidor durante unos minutos, parecía hipnotizado por el sonido de la tormenta que afuera crecía en intensidad. Volteó después y miró la otra tormenta que se agitaba en unos ojos centelleantes del odio más en bruto al que tiene acceso un ser humano. No dijo nada esta vez he hizo su remedo de cruz. Las dos figuras negras trajeron algo similar a un brasero en donde colocaron un extraño objeto metálico y una plancha que reflejaba el calor al tiempo que lo aumentaba. Untaron sus pies con el mismo óleo maldito con que untaron su tronco mientras soportaba sin poder siquiera moverse, aunque su voluntad dictara otra cosa. Acercaron más las brazas y la plancha, a medida que el calor aumentaba un olor acre y ardiente comenzaba a penetrarlo y envolverlo todo: el olor de su propia piel cocinándose.
Pero esta vez sus sentidos ya no captaron dolor, era algo extraño y distinto, más lejano, algo que no podía describir. El rostro vedado de sombras del inquisidor se posaba inmisericorde en él y lo escrutaba, quizá contemplaba el extraño proceso de su cuerpo endurecido casi por completo en su centro y gran parte de sus brazos desollados.
-Se acerca, por fin se acerca, lo siento- insinúo al fin con un sutil dejo de emoción que hasta ahora no había mostrado.
Nuevamente la seña y tomó del fuego el objeto de metal, era una mascara ardiendo al rojo vivo que moldeaba a un semblante humano gimiendo agudamente. Con un solo movimiento rápido lo pegó al rostro -ahora definitivamente el rostro de un loco- del despojo humano que tenía frente a sí, marcándolo con todas sus fuerzas.
Esta vez la reacción no fue el sentimiento repugnante del dolor, no, al contrario. Fue el placer más inhumano y terrible. Aquel que está en los corazones que albergan solo maldad, no emanada de este mundo sino de más allá.
Soltó una carcajada espantosa que hubiera herido cualquier cosa que se preciara de tener vida, y por fin dijo con voz estridente como los truenos de la tormenta que afuera se desesperaba por vencer al acantilado:
-Si, ahora quiero confesar. Lo confieso, yo fui aquel que gozó con la muerte de miles, el que inventó las formas más exquisitas y refinadas de tortura, aquel que no sirvió nunca Dios, sino a su enemiga la Santa Muerte. El que escupió a lo divino en el rostro viviendo entre los suyos mientras los corrompía y minaba. Yo soy el gran inquisidor “Malleus Hareticorum”, El martillo de herejes ¡Yo confieso! ¡Yo confieso!
El inquisidor mostró al fin su rostro descarnado y exclamó con su voz sin tiempo, que tenía algo de la más maldita forma de ternura.
-Al fin lo has comprendido, pues siempre fuiste mi favorito- y perdiéndose poco a poco en la penumbra del cuarto despareció.
Una fuerza que no era de este mundo se apoderó de él. Se levanto sin esfuerzo. Su cuerpo ahora era un inmenso caparazón rojo, un capullo. Comenzó a arrancarlo con sus propias manos revelando sus formas de hueso, llenas de sangre seca. Al final tomó entre sus dedos descarnados el último rasgo de humanidad, sus ojos dementes los cuales desclavó de sus orbitas y aplastó como frutas podridas.
El odio de la tormenta llegó también a su punto máximo y un trueno colosal destruyó la cima del acantilado, poniendo de manifiesto una oscuridad tan inmensa que al instante hubiera dejado ciego a cualquier ser humano pero que él -con sus cuencas donde ahora se extendían abismos púrpura- contemplaba. La paz más absoluta se posó majestuosa sobre todo, salvo por el mar que se movía con sus olas rítmicas y eternas. Era la noche de los tiempos. Se ciñó su túnica negra asumiendo su nueva condición, miró nuevamente al oscuro infinito y sin pensarlo más se tiro al mar eterno y se perdió.