Del nahual divino...

viernes, septiembre 23, 2005

Tercer capítulo del juego

De este capitulo estoy muy orgulloso:

Malleus Haereticorum


“En ese tiempo los hombres buscarán la muerte sin hallarla:
querrán morir pero la muerte se les esconderá”
Apocalipsis 9,6

Había que huir, no importaba hacía donde, solo tenía que correr y sobrevivir, llevaba tiempo haciéndolo, pero perdió la noción de cuanto desde que empezó a llover. Por fin cayó al pisó vencido por el cansancio, cada respiración penetraba hondo como un cuchillo. Intentó levantarse de nuevo pero no pudo, el cuerpo no respondía como deseaba <>. Recargó su rostro hacia un costado y se tendió cuan largo era cerrando los ojos como para olvidarlo todo, pero al cerrarlos solo miraba ese destello inhumano, esas garras como sables rasgando su piel; y por fin en su cerebro ese alarido que era ni gruñido ni carcajada. El solo recordarlo le dio la fuerza suficiente para levantarse y proseguir. Llevó la mano a su costado tan solo para darse cuenta que la sangre aun corría inclemente aunque la lluvia la disfrazara. Rasgó una parte de su sotana y la ciño lo mejor que pudo a la herida para menguar la perdida.
Tenía que continuar aunque correr era inconcebible, al menos bajo estas condiciones, así que emprendió la marcha aun con todo el esfuerzo que esto requería. Durante todo este tiempo no había tomado conciencia del dolor que pesaba sobre su cuerpo, pero fue el dolor mismo el que le devolvió la conciencia de todos sus actos anteriores.
-El destello –volvió a recordar...
Su sala, la oscuridad y la zozobra...
El fuego, la figura de movimientos felinos, su espantosa presencia...
Y súbitamente el destello en las navajas que cortaron su carne y el horror del escape...
Todo se agolpo en su mente volviéndose por fin claro, y cada paso que daba era un detalle nuevo de dolor que quebraba sus entrañas, porque sentía como si respirara miles de astillas de vidrio.
Levantó su mirada nuevamente, reconoció el rumbo, estaba cerca, así que siguió su camino unas cuantas calles más hasta detenerse frente al portón de madera de aquel antiguo templo, lo empujó a pesar del gran dolor que le produjo. Por fin estaba a salvo, se sentía seguro en aquel lugar sagrado. Aunque era una iglesia pobre era bella, sobre todo en su altar principal que databa de tiempos coloniales, laminado en oro, con múltiples nichos en el que destacaban Santo Domingo y una imagen de la resurrección. Avanzó hacía el lentamente y desmoronándose bruscamente se arrodilló.
-¿Señor –dijo quebrantando el silencio mientras las lágrimas bañaban su rostro- porqué permites que me pase todo esto? No lo comprendo.
Y perdió su mirada en las figuras de los santos. Se sintió observado por aquellas figuras de yeso y madera, ya había tenido antes esta sensación muchas veces e incluso le agradaba pues se sentía acompañado y protegido, pero este momento le causaba un gran temor pues había demasiada vida en ellas.
-¿Quién está ahí? Musitó un hombre que salió de la puerta contigua al altar en que no había reparado. Era un sacerdote sumamente joven, alto, esbelto y con un tono de piel blanco ligeramente quemado por el sol. Al parecer la herida era evidentemente visible pues le preguntó que había ocurrido y sin esperar la respuesta regresó apurado por donde había venido diciendo que traería vendas y antisépticos.
El hecho de tener compañía humana lo tranquilizó un poco, levantó su mirada hacía las estatuas y noto que una de las naves laterales, la de la izquierda, estaba envuelta en una oscuridad más profunda, como si hubiese sido construida así con premeditación para solo mostrar toscos contornos que no daban una idea clara de lo que se representaba. Una curiosidad inusitada se apoderó de él y dejando su anterior postración se acercó para con dolorosos pasos descubrir lo que se ocultaba tras la penumbra.
Un choque terrible de repulsión casi eléctrico recorrió su cuerpo y lo dejó tan petrificado como la horrible abominación que tenía frente a él. Era inconcebible que eso pudiera hallarse ahí, un sacrilegio tal que nunca creyó imaginarlo. Pero las letras grabadas con malévola devoción al pie del altar casi escupían al rostro su blasfemia: “Santa Muerte”.
Era aborrecible ver algo creado con tan malsano arte, que daba la impresión de estar vivo y estar soñando el sueño de un demonio. Llevaba una túnica tan negra que tenía el efecto de tragarse las demás sombras, sus manos descarnadas sostenían una guadaña que parecía realmente teñida de sangre humana y sus ojos tenían un apagado color púrpura que contrastaba con su amarillenta calavera. Era muy grande, de tres metros aproximadamente, pero por su horrible semblante daba la impresión de ser gigantesca. No tardó en darse cuenta de que de la guadaña goteaba sangre donde antes solo había pintura y sus ojos de púrpura en perpetuo luto brillaron como sirios para el duelo de la eternidad.
Sintió un horrible vértigo al contemplar la inmensidad del fuego, como un hechizo, un remolino que arrastraba toda voluntad hacia su centro y que irremediablemente se llevaría su alma a un lugar más allá de todo lo conocido, más allá de la justicia, de la culpa y de la conciencia. Un lugar donde se perdería y nada más, sin esperanza y sin recuerdos, ni sueños, nada: simplemente un cúmulo de nada.
Pero un dolor punzante y agudo le hizo recobrar la cordura, instintivamente sacó su rosario mientras gritaba que en nombre de Dios retrocediera. A lo que aquel ser respondió con una risa de ruido apagado y malévolo. Acto seguido agitó una vez su terrible guadaña que incluso sin tocarlo lo aventó lejos.
-¿Aún no puedes recordar querido mío? –dijo con su voz cansada de milenios al tiempo que sus sombras se perdían mezclándose con la penumbra que reinaba en el lugar.
Se quedó paralizado, rígido de angustia en cuerpo y alma, en un terrible choque de mandíbulas apretadas que luchaban por romperse una a la otra. Así lo encontró el joven sacerdote que de solo verlo hecho al suelo vendas y medicinas y corrió a su lado. Lo tomó firmemente por los hombros y lo sacudía gritándole <<¡Qué le pasa!>>. Por toda respuesta presionó sus manos mientras lo agarraba frenéticamente hasta el grado de lastimarlo. Miraba algo fijo en la oscuridad, soltó sus apretadas mandíbulas a punto de reventar, jadeaba un viento frío que le helaba los pulmones y la boca. Desclavó una de sus manos atenazadas y señaló un punto fijo en la oscuridad. El padre extrañado preguntó que estaba ahí, se dirigió con paso firme y seguro intrigado por ver que podía poner en tal estado a un hombre. El otro por su parte movido por un instinto tanto de conservar su vida propia como de proteger la ajena, corrió para tratar de detenerlo haciendo a un lado todos sus dolores. Tarde, fue muy tarde, pero ahí donde segundos antes se hallaba la peor de las herejías solo había una estatua de San Francisco, con sus ojos misericordiosos perdidos en un éxtasis místico de estigmas.
La impresión fue horrible, no supo que pensar, sintió flaquear sus piernas y desfallecer su voluntad. Se agarró del sacerdote para mitigar su caída y aferrándose a él lloró como un chiquillo. Se dejó consolar tratando de pensar que todo era una pesadilla, aliviándose al calor de otro ser humano, del contacto casi maternal de las caricias de sus dedos delgados. Si, muy delgados, cada vez más y más delgados, odiosa e infinitamente delgados, como huesos descarnados, como...
Volteó su rostro solo para confirmar que dos abismos púrpuras lo contemplaban con perenne ironía. Y exhalando un grito se perdió en el abismo de su terror.

Noche obscura en la ciudad, increíblemente silenciosa, un inmenso camposanto repleto de inexpresables tumbas, monstruosamente enorme, semicaótico. Todo lo que sus ojos contemplaban era ciudad que se extendía con impresionante vastedad. Excelente lugar sin duda. Aun quedaban cinco, el escenario era inmejorable. Sonrió con su terrible malicia de guerreo, en todo su cuerpo sintió el ansia del combate, pronto se volvería a cubrir con la sangre del enemigo, un escalofrío de éxtasis acompañó este pensamiento, después de tanto tiempo de ansiarla, otra oportunidad y esta vez sin duda con grandes adversarios. Para él no era tan importante el premio –claro que dejar atrás tan terribles sufrimientos no le vendría mal- deseaba mucho más el momento del combate, la oportunidad de demostrar su superioridad, gran dicha por fin tenerla.
Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer, mejor aun, este era el momento propicio para empezar la caería.

Se despertó con un rumor lejano: el bramido de las olas del mar. No sabía si era de día o de noche, porque todo estaba sumido en la oscuridad completa, no se veía siquiera un haz de luz o algo que diera idea de claridad. Una humedad reconcentrada lo envolvía produciéndole un calor insoportable. Tenía sed, demasiada. Intentó levantarse y sintió nuevamente el dolor de su costado, a tientas y debajo delo que aun quedaba de su sotana palpó su piel y sintió una abrupta cicatriz, un pedazo de carne rojiza y endurecida como una coroza. Se levantó por fin y a oscuras comenzó a explorar el cuarto. Tiró un vaso y derramó lo que al parecer era un poco de agua, se maldijo por eso. En ese mismo sitio encontró en una tabla lo que según dedujo era un pedazo de carne. La probó y sintió unas nauseas terribles, sería mejor no comer nada. Siguió recorriendo el aposento tentando los muros húmedos y mohosos como un ciego, sin poder definir del todo el espacio. Se volvió a recostar en el duro taburete donde despertó y dejó que el tiempo lo recorriera como un torrente ligero. Así se resbaló un lapso indefinido hasta que de la lejanía oyó el ruido de unos pasos acercándose. A medida que aumentaba su intensidad una luz débil se iba colando por debajo de la puerta –pudo conocer con esa luz por fin el lugar de la puerta. Oyó descorrer un pesado cerrojo y vio entrar dos figuras cubiertas con un tosco hábito negro con una cinta amarillenta en la cintura, pero con la cabeza encapuchada a la manera de los verdugos con delgado terciopelo negro. Llevaba cada uno una antorcha y la luz les daba directo en el rostro del cual solo se podían ver los ojos pequeños e inexpresivos, que bien hubieran podido pertenecer a un fantasma. Con un ademán le ordenaron los siguiera. Desubicado y herido por esta luz que tan imprevistamente le alcanzara después de tanto tiempo de oscuridad reconcentrada, no pudo reconocer plenamente en que dirección lo conducían. Después de momentos breves se dio cuenta de que serpenteaban por un pasillo tortuoso y pequeño, que apenas si dejaba caminar con facilidad a un solo hombre, por eso iban en línea recta y él en medio de ambos. Era una custodia extraña, aunque para estos momentos su voluntad estaba tan quebrantada que no se hubiera atrevido a hacer nada.
Llegaron a una escalera igual de estrecha en dimensiones, pero con forma de caracol, que ascendía en lo que le pareció una eternidad. Un vértigo terrible se iba apoderando de él con cada vuelta que esta daba sobre sí misma. Ese enorme tornillo parecía estar hecho para, a base de lentos giros, penetrar en la mente –o lo que aun le quedaba de ella- y enroscarse con la locura para volver una suerte de muñeco inanimado a una persona. Este pensamiento lo hizo perder fuerzas del cuerpo, y hubiera caído de no ser detenido por las duras manos del centinela que cuidaba su espalda. Manos fuertes y huesudas que le recordaban un contacto repugnante. Eso le dio la fuerza necesaria para subir un poco más.
Por fin de forma que le fue difícil advertir, las escaleras llegaron a su fin. En el último escalón incluso sus pies trataron de seguir subiendo de forma automática, lo que ayudo para que la impresión golpeara más certeramente. Estaba en un cuarto amplio cuyos limites se perdían en la penumbra que se posaba majestuosamente en casi todo. Las antorchas de sus custodios parecieron disminuidas ante tanta oscuridad y solo sirvieron para crear una impresión de claroscuro. Al fondo y de forma centrada estaba una especie de tribuna que se elevaba unos cuarenta centímetros del piso. En medio estaba un escritorio de estilo austero y funcional que ocupaba una nueva figura iluminada por una débil vela. Su brazo descansaba en un volumen copiado a mano de nombre: “Ad Extirpanda”. Lo aparto con un ademán breve, junto sus manos dirigiendo su mirada hacia el hombre atónito que tenía enfrente. El efecto que esto producía era sorprendente, pues esta pequeña separación en la altura del estrado daba una apariencia de superioridad colosal, aunados al respeto ya implícito en su hábito negro rematado en un capuchón, que si bien dejaba visible parte del rostro, solo lo sumergía en ese juego de luces y sombras incluía el recinto entero. Ambos guardias se dirigieron las esquinas posteriores del cuarto, dejando el espacio para la figura central. Esta comenzó a hablar en una lengua que aunque familiar le desconcertó, era el latín más perfecto y fluido que había escuchado en su vida:
-En nombre de la Santa Madre Iglesia ¿va a confesar?
Se quedó perplejo y sin saber a ciencia cierta que contestar. Esto era un proceso inquisitorial... para él. Era imposible, no debía ocurrir, era ilógico que algo así existiera aun. Su boca se cerró y el silencio le inundo el cuerpo. Pasaron unos segundos.
-Usted lo sabe, conoce su herejía, será mejor que se entregue. Su salvación esta de por medio. Quiere llegar a ser un bienaventurado ¿o no?
¿De qué era culpable? Toda su vida había estado consagrada a la iglesia, nunca falló, fue siempre un siervo fiel ¿De qué podían acusarlo? ¿Quién podía acusarlo?
-La gracia del Señor es grande, su misericordia se extiende a través de generaciones ¿Acaso no cree en la gloria de Dios? Confiese, arrepiéntase; y el Señor de la justicia nos iluminara para que su penitencia a sea una mortificación amorosa que lo guíe al paraíso.
No podía contestar, sus mandíbulas estaban tensas y ni siquiera le permitían abrir la boca, un grito formado en su garganta clamaba por salir, pero quedo ahogado y convertido en un nudo de llanto que a fuerza de tampoco poder brotar, se vertía dentro de sí causándole una desesperación inmensa.
-El Señor cubre de amor a los que le temen y los malvados los alcanza con su brazo justiciero. La luz divina está en el perdón de los pecados, Él lavará sus inmundicias, tan solo confiéselas.
Su cerebro se convirtió en un torbellino de dudas, cada acto en su vida se volvió un pecado, pero no podía invocar a ciencia cierta ninguno porque el caos de su mente se recubrió de una impenetrable muralla de temor.
-La paciencia de Dios también es grande. Le daremos una hora para que examine su conciencia.
Los hombres oscuros reaparecieron de su anonimato con sus antorchas débiles, situándose uno delante y otro detrás de él. Emprendieron la tortuosa marcha hacía su sombría mazmorra. Ahí espero con mucha angustia que el plazo fijado se cumpliera, pero el tiempo parecía haber detenido su flujo eterno e imperturbable. Después de mucho soltó el nudo terrible de su garganta y un llanto pesado y ardiente como el ácido le recorrió el rostro. Sus sollozos quemantes lo asfixiaban hasta que él letargo de un desmayo lo libró de su tortura.
Volvió en sí con el pesado descorrer de un cerrojo y luz de las antorchas hirió sus ojos –lastimados ya por su propio llanto- como si dos finas y largas agujas los atravesaran. Tras de una agonía breve pero intensa, pudo divisar tres figuras esta vez; y su semblante se contrajo por el espanto al advertir al inquisidor en su propia celda.
-Alguien más ha confesado –dijo en su latín perfecto- y al alba usted será liberado. Los milagros del Señor se hacen patentes. Ore y agradezca, pues ha hallado favor a los ojos de Dios.
Unas lágrimas balsámicas manaron esta vez de sus ojos. No había sido abandonado pues era un justo, la dicha era inmensa, casi completa. Cayó de rodillas y rezó durante muchas horas rindiendo infinita gloria y alabanza como lo haría el coro de los bienaventurados. Nuevamente escuchó de la lejanía los mismos pasos conocidos y el gozo lo embargaba más y más a medida que se acercaban. Se preparó para captar con mayor fuerza su recién recuperada libertad. Llegaron por fin los centinelas e hicieron la misma extraña custodia y de nuevo el camino tortuoso y el ascenso demente. Quiso creer que todo eran formalidades, dentro de poco sería libre y nada de esto volvería a ocurrirle jamás, un recuerdo malo de esos que no evocan, con suerte un día despertaría y su mente ya lo habría borrado. Pero el latín perfecto del inquisidor -nuevamente frente a él en su imponente estrado- demolió todas sus ideas.
-¿Va a confesar esta vez?
Los sonidos rítmicos de sus palabras se metieron en sus oídos como punzantes tridentes que rasgaban inmisericordes su alma, en el caos estas adquirieron forma, la de la más horrible de las realidades.
-¡Usted dijo que sería liberado al alba!- respondió por fin lleno de ira.
-La libertad de Dios está en el perdón de los pecados, por eso debe confesarlos.
-¡Esto no puede ser! Dios había dado cuenta de mí como un justo, me iba a salvar...
-Dios obra de maneras extrañas para conducir a sus hijos a su sendero, no le niegue la oportunidad que se le ofrece de poner sus actos frente a su luz.
Ya no pudo contestar, pues nuevamente el llanto ácido comenzó a brotar de sus ojos hiriéndole el rostro. Su cuerpo lleno de angustia comenzó a herirlo también de modo horrible, su piel se apretaba contra él mismo y lo asfixiaba, sobre todo la presión era insoportable en la herida endurecida como coraza. El aire entraba y salía helado de su boca y el torrente sanguíneo avanzaba como si fuera una espada que lo desgarraba continuamente.
-Dios es misericordioso, pero grande es también su furor a la hora del castigo.
Los custodios iluminaron con sus antorchas objetos que antes se hallaban perdidos en las sombras, dejando entrever las groseras formas de una ancha y alargada tabla llena de cuerdas y poleas, algunos metales cortantes y demás objetos infamantes que se perdía en los irreales contornos de tinieblas. Fue despojado de sus ropas y cargado con la facilidad con que un vendaval movería una hoja, colocado en el potro –infernal aparato concebido por una mente enferma- y atado de pies y manos. Estaba aterrado, sudando hielo por cada poro de su piel y esperando la orden.
El inquisidor hizo la seña de la cruz que le pareció ver horriblemente viciada (incluso creyó ver que era hecha al revés), tras esto los custodios maliciosamente tomaron con sus manos endurecidas las palancas y comenzaron el estiramiento. Con su piel apretándose rígida en su contra, el suplicio se vio aumentado por mucho, pues el dolor que le producía era un ardor incontrolable en cada fibra muscular. Una serie de contracciones dolorosas, varias rupturas de ligamentos y después de huesos, cada uno separándose con un dolor que si bien era particular, formaba parte de un todo maligno e insoportable. Su cuerpo adquirió proporciones grotescas e inhumanas, una masa deforma y sanguinolenta al interior, como el remedo de un molusco sacado del mar de azufre y fuego del castigo.
-Abandónese a la clemencia de Dios y confiese su pecado- dijo el inquisidor con la misma tranquilidad de espíritu con que pediría que movieran una mesa. Pero no obtuvo respuesta porque los gritos del torturado se tragaban sus palabras y se mezclaba con la tormenta que inclemente acechaba al acantilado de piedra donde se hallaban.
-Quizá aun no sea suficiente para su confesión, pero mi deber ante Dios es ser tenaz- hizo nuevamente el signo de la cruz viciada al tiempo que los dos verdugos fantasmas se acercaban a cada costado suyo y lo untaban de un extraño aceite de olor putrefacto, sacado de una horrible y añosa ciénaga que ocultaba crímenes abominables en sus profundidades. Cada uno sacó de su jaula una rata, cuyos incesantes chirridos le herían los tímpanos como saetas. Sintió su asqueroso contacto husmeando primero y poco a poco comenzaron los mordiscos tenaces, el banquete con su propia carne, el horror de ser tragado vivo.
Gritó, con desesperación y furia intentó sacudirse tales engendros. Inútil, su cuerpo estaba tan dañado que no respondía ya, era como un muñeco a merced de sus verdugos y no lo salvaba ni el desmayo ni la bendición de la muerte. Tuvo que sentir cada uno de los incesantes embates de las ratas, cada segundo era un espacio indefinido pero largo, terriblemente largo, el tiempo era una maraña de dolores impensables y sin final.
Súbitamente cesó, pero la horrible sensación persistía al contacto con el aire enrarecido de esa cámara, que se volvió algo insoportable.
-Aquí puede terminar todo, no deje que le esclavice el pecado y confíese.
Esta vez no trató de responder, solo dirigió una mirada llena de odio demente y cargada de iras que no había sospechado jamás en sí mismo. Y si alguna vez en verdad hubiera podido matar una mirada, abría sido esa; y la muerte incluiría sufrimientos superiores a estos, tanto que durarían más allá de la muerte.
Afuera la tormenta había adquirido una paz amenazante, solo el viento y algunos relámpagos persistían, mostrando a la distancia el contorno de los cielos.
-¿Se obstina en su herejía? Bien, que así se haga, pues la luz de Dios es una espada que corta las tinieblas. Acto seguido le fue entregado por uno de los verdugos-sombra un cuchillo sumamente afilado que acercó lentamente a su muñeca derecha desde la parte anterior, con una precisión digna del movimiento de un planeta comenzó a cortar en su piel una línea larga que se extendió hasta la axila y lo mismo hizo con su brazo izquierdo. Dejó el cuchillo y con las manos comenzó a separarle la piel, esa piel tan destrozada y asfixiante. Le invadió una doble sensación extraña, por un lado el dolor terrible de su carne viva y por el otro una especie de extraña liberación de esa piel aprisionante y torturadora, como si lo desprendieran de un enemigo que vivía en él.
Otra sensación menos perceptible fue advirtiendo poco a poco su presencia, ahí donde hace instantes las ratas hicieran sus repulsivos estragos, algo crecía, restaurando de forma asombrosa y tenaz. Una especie de coraza endurecida que iba formándose en su piel dañada.
Se apartó el inquisidor durante unos minutos, parecía hipnotizado por el sonido de la tormenta que afuera crecía en intensidad. Volteó después y miró la otra tormenta que se agitaba en unos ojos centelleantes del odio más en bruto al que tiene acceso un ser humano. No dijo nada esta vez he hizo su remedo de cruz. Las dos figuras negras trajeron algo similar a un brasero en donde colocaron un extraño objeto metálico y una plancha que reflejaba el calor al tiempo que lo aumentaba. Untaron sus pies con el mismo óleo maldito con que untaron su tronco mientras soportaba sin poder siquiera moverse, aunque su voluntad dictara otra cosa. Acercaron más las brazas y la plancha, a medida que el calor aumentaba un olor acre y ardiente comenzaba a penetrarlo y envolverlo todo: el olor de su propia piel cocinándose.
Pero esta vez sus sentidos ya no captaron dolor, era algo extraño y distinto, más lejano, algo que no podía describir. El rostro vedado de sombras del inquisidor se posaba inmisericorde en él y lo escrutaba, quizá contemplaba el extraño proceso de su cuerpo endurecido casi por completo en su centro y gran parte de sus brazos desollados.
-Se acerca, por fin se acerca, lo siento- insinúo al fin con un sutil dejo de emoción que hasta ahora no había mostrado.
Nuevamente la seña y tomó del fuego el objeto de metal, era una mascara ardiendo al rojo vivo que moldeaba a un semblante humano gimiendo agudamente. Con un solo movimiento rápido lo pegó al rostro -ahora definitivamente el rostro de un loco- del despojo humano que tenía frente a sí, marcándolo con todas sus fuerzas.
Esta vez la reacción no fue el sentimiento repugnante del dolor, no, al contrario. Fue el placer más inhumano y terrible. Aquel que está en los corazones que albergan solo maldad, no emanada de este mundo sino de más allá.
Soltó una carcajada espantosa que hubiera herido cualquier cosa que se preciara de tener vida, y por fin dijo con voz estridente como los truenos de la tormenta que afuera se desesperaba por vencer al acantilado:
-Si, ahora quiero confesar. Lo confieso, yo fui aquel que gozó con la muerte de miles, el que inventó las formas más exquisitas y refinadas de tortura, aquel que no sirvió nunca Dios, sino a su enemiga la Santa Muerte. El que escupió a lo divino en el rostro viviendo entre los suyos mientras los corrompía y minaba. Yo soy el gran inquisidor “Malleus Hareticorum”, El martillo de herejes ¡Yo confieso! ¡Yo confieso!
El inquisidor mostró al fin su rostro descarnado y exclamó con su voz sin tiempo, que tenía algo de la más maldita forma de ternura.
-Al fin lo has comprendido, pues siempre fuiste mi favorito- y perdiéndose poco a poco en la penumbra del cuarto despareció.
Una fuerza que no era de este mundo se apoderó de él. Se levanto sin esfuerzo. Su cuerpo ahora era un inmenso caparazón rojo, un capullo. Comenzó a arrancarlo con sus propias manos revelando sus formas de hueso, llenas de sangre seca. Al final tomó entre sus dedos descarnados el último rasgo de humanidad, sus ojos dementes los cuales desclavó de sus orbitas y aplastó como frutas podridas.
El odio de la tormenta llegó también a su punto máximo y un trueno colosal destruyó la cima del acantilado, poniendo de manifiesto una oscuridad tan inmensa que al instante hubiera dejado ciego a cualquier ser humano pero que él -con sus cuencas donde ahora se extendían abismos púrpura- contemplaba. La paz más absoluta se posó majestuosa sobre todo, salvo por el mar que se movía con sus olas rítmicas y eternas. Era la noche de los tiempos. Se ciñó su túnica negra asumiendo su nueva condición, miró nuevamente al oscuro infinito y sin pensarlo más se tiro al mar eterno y se perdió.