Del nahual divino...

viernes, junio 10, 2005

Dos cuentos

Estos cuentos los hice en la prepa, no creo que sean tan malos, creo que ya los conocen pero de todos modos se los dejo...

Regreso a casa.

-¡Mama... Papa!
-Hijo, hijito mío...
Raúl ni siquiera podía entender como había llegado ahí. Hacia cinco meses que se hallaba lejos de su casa en su tierra, San Salvador. Había salido atrapado por el monstruo de la guerrilla.
Trabajaba arduamente en la cosecha del café, y a pesar de partirse el lomo todos los días, sus bolsillos se hallaban vacíos, lo que le daban no alcanzaba para vivir. Mientras otros se enriquecían con la venta del café, él se estaba muriendo de hambre, como todo su pueblo. Y cuando menos se dio cuenta allá andaba metido en la cuestión de los mítines y las huelgas de protesta al lado de los universitarios. Incluso bajó a los sótanos que eran bodegas de armas y entró también a los laboratorios de la universidad que ya se hallaban trabajando tan solo en la fabricación de bombas molotov y demás armamento.
Le tocó vivir aquel trágico ciclo: del hambre a la inconformidad, de la inconformidad a la protesta, de la protesta a la subversión y de la subversión a la guerra.
Un día se hallaba en el cafetal cuando llegaron, ellos, “ los del gobierno”. Les habían corrido el rumor de que ahí había guerrilleros.
Llegaron aventando todo, maldiciendo golpeando, incluso a los niños. A uno de once años le destrozaron el cráneo de un culatazo seco y ¡Plam! Cayó ahí mismo con los ojos blancos y chorreando sangre. Su madre se acercó corriendo y con todas sus fuerzas arañó la cara del asesino de su hijo. Este le dio un golpe que la derribo, ahí mismo la violó y después la mató con la peor sangre fría. A los hombres que trataron de oponer resistencia también los mataron como, si fueran cucarachas.
Para ellos no había mucha diferencia entre matar cucarachas o a ellos.
Unos pocos alcanzaron a huir al monte, Raúl se hallaba en ese grupo.
-¡No tienen madre esos hijos de puta!- dijo mientras caminaba por entre los vericuetos del monte. Y siguió mascullando muchas veces la misma frase, tratando de sacar por ese medio todo el odio que sentía contra ellos. Le parecía una pesadilla aquel infierno.
Pero no, definitivamente aquello no era una pesadilla.
Continuó avanzando unas dos horas más. No le era difícil ya que desde niño había vivido ahí. Se acordó de cuando salía por la mañana con sus hermanos a cazar conejos. Todo era cuestión de ir a su madriguera y agarrarlos dormidos. Nada mas había que darle un piedrazo con su resortera en su cabecita blanca y ahí quedaban. Pero él nunca lo hizo, no tenía fuerzas para matar un conejo. Cada que iba se prometía que <>, y cuando llegaba y le apuntaba, no soltaba el tiro, se le hacia tan difícil matar a una criatura tan tierna dormida ahí... y dejaba caer la piedra al suelo, el conejo con el ruido se despertaba y huía rápidamente del lugar.
Ahora él se sentía un conejo, pero sabía que los que lo cazaban no tendrían la misma piedad.
Al cabo de aquellas dos horas llegó a un jacal solitario habitado por un indígena, su mujer y un niño de apenas cinco años. Les contó entre lagrimas aquel infierno por el que hace apenas dos horas había pasado. Lo contemplaron unos instantes y se miraron a los ojos en un acto de acto de mutua complicidad. Después de unos instantes él le dijo sígame.
Y lo llevó a una vereda desconocida y avanzaron otras tres horas, en donde el camino cada vez se iba haciendo más difícil.
-Vamos a quedarnos aquí porque ya no hay luz- dijo el indio mientras se recargaba en un árbol.
Y Raúl en medio del monte, no pudo dormir, el miedo no lo dejó dormir. Los ratos que dormitaba los veía a ellos destrozándolo todo, matando, hasta que en medio del aquelarre salía al fin un ser que no tenía rostro, tan solo un par de ojos rojos como llamas, que se acercaba cada vez más y más hacia él...
En ese momento despertaba. Sudando, totalmente paralizado, esperando que de aquella oscuridad saliera ese terrible ser para matarlo.
A las cinco de la mañana por fin lo llamaron.
-Amonos, todavía falta mucho.
-¿Cuanto?
-Tres días, y sino se mueve van a ser más.
Siguió avanzando como autómata, sin siquiera saber adonde iba. Y a lo largo de esos tres días tuvo la misma pesadilla.
Tan solo comieron algunas frutas y plátanos. Y el segundo día un monito de carne dura, pero que después de todo a él le pareció buena.
-¿Vamos a comer esto?- preguntó Raúl sorprendido cuando lo vio por primera vez.
-Con hambre cualquier cosa es buena, menos su propia cagada. Le contestó el indio con una expresión entre compasión y burla.
Al medio día del tercero de la jornada llegaron a un campamento de hombres morenos y delgados, de caras duras y ropas raidas. Eran guerrilleros, guerrilleros deveras.
-Hay les traigo a este, que viene huyendo de aquellos cabrones –dijo el indio con una expresión de certeza en el rostro por haber cumplido-. Yo me regreso para mi casa con mi vieja y mi niño. Y sin decir mas se fue dejándolo ahí sin saber que hacer, porque él no era guerrillero.
-Yo no soy guerrillero- les dijo.
-Pues aquí te haces, pendejo- le dijo Alberto un hombre como de unos 45 años, delgado y de cabello castaño y chino.
Al siguiente día de su llegada pregunto a uno de los que llevaba ahí más tiempo:
-¿Oye mano, como es el entrenamiento?
-Mira cabrón, lo único que te puedo decir es esto, no hagas pendejadas que te sienta de culo aquel hijo de puta. Alberto efectivamente era muy duro en su entrenamiento, quería que fueran muy buenos para que no los mataran luego luego. Yo no entreno pendejos –solía decirles- y aquí aprenden por las buenas o aprenden a vergazos.
Y estuvo ahí dos meses mientras recibía un entrenamiento muy duro, aprendió a sobrevivir en medio de aquel mar verde, pues en ese lugar solo ves verde por todos lados. Y hasta el agua estancada, que a veces es lo único que hay que beber, es de un tono verde.
Y durante aquellos meses siguió teniendo la misma pesadilla, y de tanto tenerla, perdió la capacidad de soñar.
El penúltimo día a su partida hicieron una especie de ritual para que le perdiera el miedo a la sangre. Degollaron un mono, lo colgaron de un árbol y le hicieron beberse el liquido rojo que manaba del cuello de aquel animal. Desde ese día le perdió el miedo a la sangre, a matar. Pero no dejó de causarle miedo la muerte, quizás solo su propia muerte.
Por fin un día de esos que la llovizna cae casi infinitamente, llegó un mensajero que les traía ordenes de que fueran a unirse con los demás hombres de la guerrilla. Y entre sentimientos encontrados y la terrible expectación que los carcomía partieron a unirse con el grueso de otro grupo visiblemente mermado pero con experiencia en batallas reales; y pasada la primer semana tuvieron su primer enfrentamiento.
Raúl no reparó en la violencia con la que los atacó. Descargó en ellos su ira, la ira que había agarrado en el monte, en el entrenamiento, pero sobre todo, la que sintió al ver morir aquel niño del cráneo destrozado.
Y siguió peleando y deshumanizándose con cada batalla, con cada día, con cada instante.
Le cambio el rostro a una expresión, que más bien era una mueca de odio, de rabia, de asco. Y sus ojos brillaban con el fulgor que les brindaban tanto rencor, tanta muerte.
Y después peleaba ya sin saber porque.
Pero algo lo iba a hacer parar.
Los mandaron a tomar un pueblo que se hallaba ocupado por ellos, los del gobierno, y ahí se repitió la escena que viviera en el cafetal. Solo que ahora ellos eran los asesinos, los violadores, los monstruos.
Pero él no se dio cuenta, hasta que un niño de apenas nueve años se acercó a él tratando de pegarle por haber matado a sus padres. Y el lleno de ira sacó su arma y le disparó justo en medio de los ojos. Y miró, como en cámara lenta, como volaban mezclados con un chorro de sangre los sesos de aquel infante. En ese instante se desató en su mente un caos de imágenes: el horror del cafetal, el niño con el cráneo destrozado, desplomándose eternamente, y se dio cuenta... del monstruo en que se había convertido.
-Paren esta mierda- gritó con todas sus fuerzas y comenzó a apuntarle a los suyos y a dispararles totalmente desquiciado. Aun estando totalmente vacío el cargador siguió jalando el gatillo en una compulsión frenética.
- Agarren a es pinche loco- gritó uno de los suyos. Y entre tres o cuatro lo apresaron y ataron a un poste.
- Ahí déjenlo -dijo Alberto que aun se hallaba al mando- ese ya no sirve.
Y frente a él dejaron el cadáver de aquel niño muerto por su propia mano.
-¡Yo lo mate, yo lo maté! -se mantuvo gritando en medio de su delirio hasta que ya no pudo, hasta que por fin lo venció la sed, el hambre, el cansancio.
A través de sus ojos comenzaron a mostrarse recuerdos de él, de su familia, de los cafetales, revueltas con los más duros combates de la guerrilla.
Y nuevamente le acecho aquel ser de ojos rojos como llamas, al cual por fin pudo distinguir el rostro...
Su propio rostro.
Y después nada, silencio absoluto y oscuridad sobre oscuridad, luego una luz. Y vislumbró a lo lejos un punto que al acercarse reconoció como un lugar conocido: su casa. Entro vacilante y lleno de miedo.
-¡Mama... Papa!
-¡Hijo, hijito mío, por fin regresaste!
-Discúlpenme por todo lo que he hecho. Yo... yo.
- No llores hijo, por fin estas aquí, en casa.

Requiezcat in pax.

La lluvia.

Deveras que era una noche muy obscura, no se si te acuerdes. Si, hasta me dijiste que no se veía ni una estrella. Y que frío hacía, y como siempre se te había olvidado el suéter. Esa manía tuya de olvidar las cosas, te contaba algo y de volada se te iba la onda.
Me acuerdo que como a los diez minutos de que llegamos al restaurante comenzó a llover.
-Me enferma que llueva- eso me decías siempre, nunca te gustó la lluvia, no sé, como que te ponías melancólica cuando llovía.
Y ese día no fue la excepción.
-Que día tan triste.
-Ningún día es triste a tu lado- esbozaste una sonrisa y continuaste.
-No sé si te haya pasado pero... a veces te quedas con las cosas dentro, después te arrepientes, como que quieres decirlas pero ya no puedes. Se vuelve demasiado tarde y siempre te queda la duda de que habría pasado si no hubieras callado.
En ese momento llegó el mesero y dejó los dos cafés.
-Sabes que, estos días he visto muchas mariposas negras volando por ahí.
-Otra vez con tus supersticiones, cuantas veces te tengo que decir que eso no es cierto.
-Pues sea como sea yo me he sentido muy rara últimamente.
-Ahora me vas a salir con que te vas a morir.
-No, pero... no olvides que te amo.
-¡Por Dios!
-No, de verdad nunca lo olvides. Es importante para mí.
-Voy a pedir la cuenta, es tardísimo.
Y nos fuimos, y con la lluvia el suelo estaba mojado y el auto derrapó y... y lo demás tu ya lo conoces, por eso estas aquí.
¡Y no me conformo con decirle estas cosas a una tumba, quisiera tenerte aquí y decirte el te quiero que no te dije aquella vez!
Y no tener que contarle estas cosas a una lapida, helada y sin recibir respuesta alguna. ¡Me enferma! Como a ti te enfermaba la lluvia.
El hombre dejó una roza y se alejo despacio, mientras su semblante se perdía entre la obscuridad y el frío de esas noches sin estrellas que tienen las ciudades.