Del nahual divino...

viernes, septiembre 23, 2005

Quinto capítulo

Memories

Día pesado en la oficina como ningún otro que recordara en todos su años de servicio, si cerraba los ojos aun podía contemplar una cantidad inmensa de cifras. Números: el orden más perfecto en la naturaleza –solía usar como una de sus frases favoritas- con ellos no hay medias tintas, son o no son. Tal vez aquí se encerraba todo el sentido de su cabal oficio de contador, a la empresa le cuadran o no los números, hay que ver porque siempre cuadren y a decir verdad era muy bueno en esto, un verdadero genio. Podría decirse que amaba a los diez dígitos, sus combinaciones, sus alianzazas, sus exclusiones y finalmente, su síntesis. Bellos y perfectos cada uno de lo diez y todos en conjunto, en abstracto, sin pervertirse con ninguno de los objetos de la tierra, el número por el número en sí y no en o para ningún otra cosa. Cada uno esencias divinas e inmutables de la mente de Dios, o como él siempre creyó, la esencia misma de Dios, la única forma real de acercársele.
Sin embargo hoy había estado demasiado cerca, y el esfuerzo y el cansancio eran inmensos. Además siempre estaba la secreta molestia de tener que aplicarlos a lo cotidiano, a los objetos mundanos, la triste realidad de tener que sobrevivir. Y la imperante realidad de su cuerpo le sugirió ahora un baño caliente para descansar antes de ir a dormir su sueño numérico. Se despojó de sus ropas y se dirigió al cuarto de baño, se miró en el espejo y este le devolvió una figura delgada, blanca, casi transparente, medio encorvada por un cansancio secreto que se le escondía en los ojos verdes y apagados, en las arrugas alrededor y en las comisuras de los labios. Abrió las llaves y dejó que el agua lo recorriera y lo dejara descansar. Casi sin darse cuenta empezó a recordar lo que había ocurrido ese día y los pasados, las molestias y las bromas estúpidas. Primero el lunes, cuando el perfecto orden de su oficina se vio roto en un inmenso caos de libros revueltos y cambios de lugar de las cosas. Esto había venido dándose gradualmente, una pluma primero, después un libro, luego varios de ellos, su escritorio totalmente movido de sitio y finalmente esto, un caos total. Se pasó todo el día y parte de la tarde reacomodando el lugar y el trabajo tuvo que salir a marchas forzadas. Luego el martes del tremendo susto al encontrar en su escritorio un corazón en el cajón de las hojas en blanco –que por suerte habían tenido la delicadeza de cambiar de sitio. En cuanto lo vio salió corriendo y gritando por ayuda hasta que un policía fue a socorrerlo, pero en cuanto vio el corazón pego una carcajada, ya que al parecer esta era otra broma estúpida, pues este era de ternera. Al verificar su error su tono de verdosa palidez fue cambiando a un rojo vivo de la ira, jamás se había sentido tan humillado. De su cartera sacó un billete que ofreció al policía para que este incidente no se supiera, acompañándolo con la amenaza de despido –su jerarquía en la empresa le dejaba permitirse tal advertencia con una amplia certeza de que sería cumplida. El policía asentó con rostro serio y se fue sin hacer más aspavientos.
El miércoles llegó aun más temprano de lo normal y descubrió por fin al bromista responsable de sus malos ratos, mientras llenaba con sangre de res la tasa del café. Un joven recién llegado que intentaba hacerse el gracioso con todos y que a él desagradó desde el primer momento. Su piel adquirió nuevamente el tono rojizo de la ira y sus ojos verdes brillaron por primera vez en varios años. No dijo nada en ese instante, sin embargo en dos horas el imbécil ya se hallaba despedido. Le echó a perder el día y la tasa, pues jamás podría volver a tomar en ella. Luego el día de hoy, nunca había llegado con un cansancio tan inusitado y menos en días de inventario donde procuraba llegar lo más descansado posible. En todo esto pensaba mientras el calor del agua lo relajaba y llenaba de bienestar. Terminó por fin y se dio cuenta de que había olvidado la toalla, fue a buscarla al ropero. El vapor aun inundaba el baño de forma agradable. Cuando se halló en su cuarto sintió un terrible frío en su cuerpo desnudo y desprotegido. Corrió al armario y tomó una tolla sin ver, cerró los ojos concentrándose en la reconfortante sensación de la tolla suave secando su cuerpo, buscó su ropa interior y al pasar junto al espejo de reojo advirtió que algo pasaba. Se contempló con atención e incredulidad, su cuerpo estaba teñido de rojo, con movimientos torpes tomó de nuevo su tolla, estaba totalmente manchada de... sangre. Se revisó para verificar si esta no era suya, pasó sus manos por todo el cuerpo pero nada ¿entonces donde? En el armario. Vio que toda la pila de toallas estaba manchada, las arrojó, debajo había una cabeza humana de la cual las toallas habían absorbido la sangre. Se miró otra vez el cuerpo y el asco se apoderó de él, corrió al baño mientras sentía que el vómito iba subiendo desde el estomago y le dejaba en la garganta un dolor terriblemente irritante y un sabor sumamente amargo en la boca. Era un vomito amarillo y espeso, muy parecido a la pus, que contrastaba vivamente con el blanco del lavabo. Sin intención volvió a quedar frente al espejo, nuevamente unas nauseas terribles se apoderaron de él, intentó vomitar de nuevo pero no pudo, tan solo le quedó un terrible dolor en la boca del estomago. Se metió a la regadera, el agua la caía helada en todo el cuerpo mientras él se tallaba lo más duramente que podía, casi hasta sangrar. El agua se terminó, con pasos vacilantes salió a su habitación, volteó hacia el armario y el recuerdo de su pesadilla seguía ahí, la cabeza en el armario, las toallas en el piso, el vómito en el baño, el frío en el cuarto, y él con su cuerpo desnudo e irritado. Sus piernas le temblaron, no lo soportó más, se desplomó quedando apoyado en sus rodillas y sus manos, con los ojos muy abiertos pero sin poder pensar en nada... en nada.

Llevaba varias horas arrastrándose, con el cuerpo sucio de polvo y sangre. Está, ahora seca, había escapado del hueco detrás del cráneo, de los ojos, la nariz, la boca y las manos ya sin ninguna uña, todas quebradas en la terrible labor de reptar la tierra. Sin embargo ya no sentía dolor y un extraño sentido lo guiaba, un sentido nuevo como no-muerto. Ahora las fuerzas regresaban a su cuerpo y pudo incorporarse con sus piernas que momentos atrás le resultaran pesadas como barras de plomo. La luz tenue de los alargados focos de neón apenas dejaba entrever toscas siluetas de las cosas, para él era suficiente. Se incorporó apoyándose en la pared, dio pasos torpes, después de haber dejado atrás tantos túneles y estaciones –tan desiertas que parecían tener siglos abandonadas y pertenecer a una civilización perdida en las entrañas de la tierra- al fin tuvo la certeza, estaba cerca.

En el antiguo Japón feudal solían decir que el peor castigo para un samurai era que en su próxima vida volvería a nacer samurai. Para él esto fue parcialmente cierto, pero tuvieron que pasar muchos años y kilómetros para que ocurriera. La espera no lo defraudo. Su siguiente vida fue como alto miembro del ejercito Nazi, aunque las armas eran distintas la esencia de la guerra era la misma, tal vez más intensa, sin el estúpido lastre del honor no había freno alguno a sus ansias de matar. Aunque no conservara la katana –su arma favorita en la primera encarnación- sus pistolas escuadra eran buenas asesinas; estaban bañadas en plata y tenían la cruz swástica en el borde de la cacha. Se ajustó también muy pronto a los adelantos técnicos. La tercera y última de sus vidas fue como un soldado en Vietnam, la guerra de guerrillas resignificó sus habilidades, en la selva la muerte acecha, sino más certera sí más impredecible. Antes de su metamorfosis creyó haber sido un vendedor clandestino de películas snuff, demasiado vulgar para su verdadera naturaleza de guerrero. Ahora recordaba todo, estaba listo y armado con el ansia de la cacería en el cuerpo, solo tenía que esperar que su señor le brindara las oportunidades propicias.

Había pasado tiempo ¿minutos, horas? Imposible saberlo, su perplejidad no le permitía percatarse de esto, era como si su mente se hubiera escapado muerta de miedo a un lugar extraño y después avergonzada, hubiera decidido regresar <> pensó mientras trataba de incorporarse. Las rodillas le dolían bastante por el golpe, eso era lo de menos, ahora debía intentar armar el rompecabezas de la cabeza cortada. Cerró el armario y con las sabanas de la cama cubrió las toallas, se puso unos pantalones, abotonó una camisa y se calzó los zapatos en los pies húmedos, su piel también mojaba la ropa con su contacto pero mitigaba el frío de alguna forma. La respuesta debía estar aquí, en su propia casa ¿pero donde? En su cuarto de estudio, ahí tenía todo perfectamente ordenado, era innegable que algo tenía que encontrar. A pasos lentos fue hasta ese sitio atravesando la sala y el comedor, más temiendo encontrar algo que no hallar nada, sin embargo era necesario saber a pesar de los temores, pues esta sensación de incertidumbre era enloquecedora.
Un foco de 100 wats iluminaba la habitación <> se dijo. El escritorio primero, cajón de documentos, nada, cajón de actas, nada, cajón de revistas, nada, cajón de papeles de la empresa, nada, cajón de disquetes, nada, cajón de las hojas en blanco, diversos instrumentos para cortar en perfecto equilibrio entre uso y tamaño. Esto era estúpido, que clase broma absurda era esta, porque eso debía de ser, otra broma del imbécil. En ese momento algo en su mente se aclaró, la cabeza no le era del todo desconocida ¿cómo no lo había notado? La cabeza le pertenecía a él. Atravesó corriendo la sala y el comedor, en el cuarto abrió el ropero: si, efectivamente era de él no había duda. Con más tranquilidad regresó al cuarto del escritorio, sin embargo aun no entendía como encajaban las piezas. Con suma calma tomó los instrumentos, su memoria táctil le dijo que eran suyos, los había usado ¿cuándo y dónde? Con él sin duda pero ¿alguna vez más?
-¡Ah, el cansancio ya sé porque llegue cansado el jueves! Si, fue difícil hallarte y mucho más difícil matarte ¡Cómo tuve que perseguirte! Pero una vez que te tuve acorralado todo fue más sencillo, el cuchillo se deslizaba en tu carne con una suavidad inusitada, es más ni siquiera hiciste ruido cuando te corté la cabeza; bueno si hiciste, pero no tanto como otros que resultan muy molestos pues truenan de forma desagradable, lo tuyo fue casi un chasquido. Además llegaste en buen momento pues eso era lo que me hacía falta para completar el monumento: una cabeza –dijo en voz alta en un macabro monólogo como si quisiera hablar con su víctima cuya cabeza estaba a dos cuartos de él-, pero como sangrabas, mira que te tuve que poner entre las toallas porque me manchabas la toda alfombra de la sala y el piso del cuarto ¡Hasta tuve que lavar de nuevo! Porque eres sucio, como eran tus bromas. Todavía me jugaste la última hace tan solo un rato, pero porque no me acordaba, claro que fue la última. Pero aun no recuerdo todo, hay que buscar... ¡en el librero!
Con ojos sagaces registró una anomalía en el orden de los libros –balance perfecto entre tamaños y colores-, un volumen demasiado grueso y alto: un álbum fotográfico, en él había diversas fotos de hombres y mujeres –27 para ser más exactos- y todas presentaban alguna mutilación.
Cerró los ojos y en su mente comenzó a proyectarse sin querer una imagen, un recuerdo: era él, estaba atado de las manos y los pies quedando suspendido como a un metro del piso, las cuerdas que lo ataban estaban trenzadas de espinas y lo estiraban de modo que daba la impresión de formar una x. La habitación era como de seis metros de largo por tres de alto, estaba cubierta toda de miembros humanos: brazos, piernas, cabezas, torsos, ojos, corazones, vísceras y cerebros, todo diseminado de la forma más caótica en sus cuatro paredes, en el techo y el piso. Algunas estaban semiputrefactas y otras singularmente conservadas, otras cubiertas de sangre, pus, de un líquido transparente y pegajoso y otras de una sustancia verde y pastosa. De su cuerpo al azar iban surgiendo heridas, las cuales se curaban rápidamente, produciendo más dolor mientras se cerraban que mientras se abrían. La luz parecía venir de ningún lado y a la vez de todo, un hedor horrible formado de varios hedores llenaba el cuarto y los gritos suyos y de los demás condenados envolvían la atmósfera.
Abrió los ojos, la verdosa palidez del miedo cubría su rostro, sus pupilas estaban contraídas, su cuerpo acalambrado y su respiración agitada. Ahora si recordaba todo.
-Bifrus, mi señor, no te fallare –dijo en voz alta y espasmódica, una cortada apreció en todo lo largo de su espalda y se volvió a cerrar dolorosamente.
No podía despreciar esta oportunidad, estaba totalmente dispuesto a ganar y completar su obra. Otra vez se dirigió a su cuarto y con amoroso cuidado lavo la cabeza, la secó, la arregló y la guardó en una bolsa negra de plástico. La cargó con delicadeza y salió de su casa silbando una melodía de cuando estuvo vivo: “Memories”

Que triunfo más grande para le vudú que él mismo, aunque su cuerpo estaba destrozado él estaba en pie, podrían destrozarlo aun mucho más y él seguir una y otra vez, hasta que la última célula de su cuerpo resistiera él seguiría. Pero aun no solo este, podría tomar otros cuerpos, como siempre lo había hecho. El poder que ahora le habían concedido era superior a todo lo que soñó en vida. Y en esta siempre tuvo el control a través de la hechicería, del sufrimiento de otros para beneficio suyo. Claro que no se arrepentía, ni aun después de un siglo en el infierno. En este momento se presentaba una oportunidad alentadora, dejaría su tortura para convertirse en torturador; por toda eternidad. Los haría sufrir con los métodos más refinados que solo él podía concebir, lo que había padecido sería un juego de niños, comparado con lo que él les tenía preparado. Después de todo ese era el premio, para eso estaban jugando, varios señores del infierno habían tomado su favorito y él había sido uno de los elegidos y con el poder concedido por su señor era imposible perder.
La lluvia que sitiaba la ciudad era benévola con él y lavaba sus heridas -ocasionadas por la pelea en la estación y el tiempo que tuvo que arrastrarse-, la sangre seca en el rostro, las manos descarnadas y la suciedad del polvo casi inamovible de las vías del metro. A lo lejos por fin un relámpago iluminó lo que tanto buscaba, su refugio, su mansión, emblema de su poder en vida ahora aquí reproducida fielmente por su señor en este escenario: Ciudad de México, sede del decimosexto juego.
Se acercó al portón de rosetones –trabajado en hierro con magnificas espinadas afiladas y chapadas en oro-, dio tres toques a la aldaba cubierta de plata y la puerta se abrió. Adentro una enorme figura se recortaba entre la lluvia y la oscuridad, un descomunal negro sumamente fuerte aunque con el aspecto algo encorvado y los ojos idiotas, con los labios morados y la piel manchada en algunos sitios, no por el frío de l lluvia, sino el de la muerte. Inclinándose a su señor extendió la mano invitándole a pasar. Un extenso jardín de lujuriosa vegetación, una vereda que se hallaba en el centro llevaba a la mansión, en medio de esta se hallaba algo nuevo que reconoció como una estatua de su señor el Barón Samedi, con ademán asquerosamente servil beso sus pies solo para recibir en el rostro una patada pétrea que le hizo estallar el ojo derecho, con el que le quedaba alcanzó a ver el rostro maligno antes de volverse polvo y disolverse en la lluvia. Un mensaje cerca de donde cayó: “Si pierdes...”
El dolor y el miedo recorrieron su cuerpo en una reminiscencia de su tortura infernal: Estaba en una celda iluminada por destellos dorados, en las paredes picos de oro incrustados de rubí y diamantes. Él al centro, mirando con ojos absortos e idiotas, sin poder moverse. Luego una fuerza extraña empezaba a tirar de él, torcía totalmente hacia atrás su cabeza y sus manos, flexionaba sus rodillas en la dirección opuesta a la que se doblan, dislocaba sus piernas, zafaba sus dedos, apretaba sus mandíbulas, le removía las uñas y los dientes. Lo hacía adoptar posturas horrorizantes para luego lanzarlo contra los picos y atravesar su cuerpo; o lo azotaba contra el suelo hasta que estallaba. En esos momentos tenía desmayos llenos de pesadillas en las que lo perseguían hordas de muertos que iban saliendo de la tierra –sus asesinatos, sus muertos-, a veces de entre la putrefacción de los rostros lograba reconocer alguno en particular y el espanto aumentaba de forma atroz. Finalmente lo vencía el cansancio y era alcanzado y asfixiado por la marejada de cadáveres. Cundo despertaba estaba de nuevo completo, abría la boca para gritar y de esta empezaban a nacer alacranes y ciempiés, avispas, cucarachas, moscas, polillas, arañas de todos los tamaños y gusanos, todos devorando al mismo tiempo unos desde adentro y otros de fuera...
-¡No perderé, lo juro mi señor! –dijo mientras se levantaba con movimientos torpes. El negro de los ojos idiotas contemplaba la escena sin moverse, perdido en quien sabe que universo.
La lluvia una vez más fue benéfica con él y le lavó la herida del ojo, no quedó sino un hueco de oscuridad profunda y repulsiva. Recobrando el aplomo cruzó lo que quedaba de jardín y por fin, al estar a tan solo unos metros se quedó mirando de frente la fachada, con sus tallas de dioses del panteón vudú, oscuros y misteriosos pero fascinantes por la magistralidad con que estaban realizados. Abrió las puertas -de roble con incrustaciones de marfil y ámbar- y contempló la elegante magnificencia del lugar -su magnificencia, su lugar-, sonriendo con su sonrisa de varios dientes perdidos al rodar por las escaleras tras el balazo. De todos los rincones fueron asomándose tímidamente los ojos blanquecinos y los rostros inexpresivos de varios cadáveres andantes, de movimientos rígidos y torpes, con la piel al borde de la putrefacción o en carne viva en algunos sitios, pero todos vestidos de forma impecable para un esclavo haitiano.
-Bien perros, ¿así es cómo reciben a su amo? –les habló con enfermiza alegría. Y con gran velocidad tomó a uno por la cabeza y lo estrelló contra la pared quedando su rostro desfigurado de horrible forma, pero que se reincorporo con mortuoria indiferencia.
Un gesto del negro le indicó el segundo piso, una increíble escalera de mármol gris con bordes de ópalo lo guiaba, el pasamanos tenía incrustaciones de jade que la hacían aun más bella. Al final una puerta de ébano lo esperaba, enorme y lisa como un oscuro espejo o como una abertura en el tiempo y el espacio. El negro se quedó parado al lado de la puerta totalmente inmóvil como una estatua, un gólem creado para morir por su amo. Sin siquiera ser tocada la puerta se abrió, lo esperaban. La habitación era larga (30 metros), mosaicos finos cubrían el piso con una figura extraña y caprichosa. El techo estaba arqueado con un gusto más bien gótico, cientos de velas se hallaban a los costados de la habitación y en el piso, dándole paso a una senda central. Al fondo una especie de trono, sobre él un traje negro; el más fino casimir ingles, camisa del mejor algodón, corbata de seda, sombrero de copa, unos anteojos totalmente oscuros y zapatos de charol con sus respectivos calcetines. Con cierto deleite parsimonioso fue vistiéndose las prendas, evidentemente hechas a su medida por algún extraordinario sastre. Se sentó en el trono, algo en él había cambiado, algo difícil de describir, sintió estremecer sus sentidos mientras se expandían, sintió que su ser se fundía con la silla, con el cuarto, con la mansión entera y todo lo que había en ella. Era al mismo tiempo florero y malva, pintura, esclavo, vela, el mismo y una parte del ser infernal del Barón Samedi. Este era el verdadero poder, el dominio sobre todo, era virtualmente invencible. Los lentes se fundieron con su piel, ya no necesitaba los ojos para ver, acabo de perder los dientes y las uñas, su cuerpo entero adquirió una consistencia más fluida, semisólida. Sus verdaderos sentidos estaban en todo el sitio, eran ubicuos. Pero otro sentido: el de no muerto, le advirtió que alguien se acercaba, solo tenía que esperar.

Quizá fue por las sombras que lo envolvían todo, o porqué la cortina de lluvia era tan espesa que tan solo permitía algunos metros de visibilidad, o simplemente porque su euforia era tal que nada de lo que ocurría a su alrededor le importaba, pero aquel delgado personaje que silbaba contento con su bolsa negra bajo la lluvia no advirtió su presencia <>. Sonrió, de cualquier forma cerca de ahí alguien lo esperaba. Dos ya habían caído: la mujer y el primordial, deseó haberlos eliminado él mismo <> murmuró con voz apenas audible. Acarició su katana, su arma más preciada, fruto de su primera encarnación en un Japón feudal en constantes guerras, los recuerdo de los combates sangrientos aceleraron su pulso y apretó el paso.
Si alguien hubiera podido verlo se hubiera quedado petrificado y con un alarido atorado en la garganta, o quizá simplemente un benévolo desmayo lo habría salvado, pero aun así al despertar tendría en los ojos la horrible sensación de haber contemplado una pesadilla. Una de dos metros con la piel de un color negro imposible, con una imponente armadura samurai de color rojo y bordes dorados, una careta le cubría el rostro a excepción de la boca, los ojos –completamente azules que transmitían una incalculable sed de sangre- y el cabello que caía tras él, peinado en una elegante trenza negra en la que se enlazaba una cuchilla.
Por fin llegó al sitio, la impresionante puerta de rosetones laminados en oro estaba abierta. No se maravilló ante el prodigio arquitectónico con su bellaza mística, más bien midió las magnificas posibilidades del lugar como fortaleza. Penetró con cautela pues sabía que estaba en territorio enemigo, seguramente lleno de sorpresas. La vegetación era tan vasta que por un momento recordó su tercera encarnación en Vietnam. En la maleza todo es hostil, todo acecha, de cualquier punto algo puede emerger y darte muerte, o herirte de tal forma que todavía no mueras y te empiecen a devorar los carroñeros, como la pútrida fiera humana que se arrojó hacia su brazo con intención de arrancarle un trozo, pero que se partió los dientes ante la magnifica elaboración de la armadura. Con la mano libre aplastó el cráneo del zombi, una grasa sanguinolenta corrió por su mano, la cacería había empezado. De la maleza emergieron varios cadáveres de ojos blanquecinos que adoptaban una actitud de fiera salvaje y se arrojaban aun sin importarles que todos eran mutilados por el filo de la espada en un inverosímil torbellino de manos y pies, pero sobre todo cabezas. La lluvia no disolvía la sangre grasienta de estas criaturas y todo el camino por donde se fue abriendo paso quedo cubierto de ella. Finalmente llegó a la puerta principal, en la fachada los oscuros ídolos parecían mirarlo de forma hostil. Repentinamente la piedra comenzó a moverse de espantosa forma. Con posturas atroces y llenas de odio trataban de ahuyentarlo con su danza macabra. Una carcajada sonó en todo el lugar de modo uniforme, o tal vez solo en su cerebro, esto fue únicamente la bienvenida.
Penetró en el lugar, sin duda el interior era majestuoso, por un momento recordó todo el lujo que había vivido en su segunda encarnación como alto miembro del partido Nacional Socialista alemán. Fue una vida de riquezas, pero para él todas eran superfluas, pero para él los verdaderos tesoros estaban en el combate, cada gota de sangre un rubí, cada lágrima en el rostro del vencido a punto de morir un diamante, un hueso roto sobresaliendo de un miembro mutilado una fina talla de marfil, por eso la guerra para él era le máximo goce y los adversarios más fuertes los mejores trofeos. Lo que más lo desconcertó del lugar era que estaba vacío, no había más hordas zombi ¿entonces?
La magnífica arquitectura del lugar fue construyendo en sus ojos un cambio en la luz del sitio. No pudo precisar de donde venía, pero lo que sí pudo ver claramente fueron los dientes verdosos del colosal negro que descendía lentamente la escalera, con los labios en un rictus que alguna vez fue una sonrisa burlona, pero que ahora más bien asemejaba la expresión de un gruñido. Llevaba empuñado en la mano izquierda un bastón y la derecha en los bolsillos de sus ropas de esclavo.
Desenfundó nuevamente su espada y decidió esperarlo para medir su fuerza. Ahora el negro se hallaba a tan solo tres metros de él, arrojó el bastón con increíble fuerza directamente contra su rostro, un movimiento de la espada desvió la trayectoria, sin embargo esto dio tiempo para que el negro sacara la mano de su bolsillo y arrojara a su rostro un polvo pardo y sumamente quemante que lo aturdió profundamente primero, y después le hizo sentir como si todo su cuerpo fuera un único e inmenso calambre, el dolor era tal que no había espacio para nada más, ni siquiera podía sentir los golpes de la colosal mano del negro que ya le había destrozado parte de al careta. Pero el doloroso caos fue adquiriendo sentido, cada parte de su cuerpo se convirtió en un dolor distinto –falanges, piernas, antebrazo, cuello-, un código secreto que daba por resultado una sola frase: “solo los débiles perecen”. Y aceptando todo el dolor e incorporándolo, volviéndolo algo propio que le daba aun otra fuerza más, logro encoger sus piernas, acercar a ellas sus brazos y tomar de cada una de sus pantorrillas una pistola escuadra y disparar justo en cada ojo del negro que quedo inanimado pesadamente sobre de él. Se lo quitó de encima y después de incorporarse con su espada cortó la cabeza, los brazos y las piernas para asegurase de que nada lo sorprendiera, pues con un zombi es difícil tener certezas.
Pero en el breve lapso de su encuentro el lugar había cambiado, la estructura seguía siendo suntuosa pero con detalles macabros por todos lados. Había muchas estatuas talladas en piedras preciosas –obsidiana, amatista, ónice, turquesa, ámbar, marfil- todas con rostros temerosos y sufrientes arrodilladas frente a otra que se hallaba en un pedestal y que tenía un impresionante realismo. Era un hombre con un elegante traje negro, sombrero de copa y lentes oscuros. Desconcertado se acercó a la estatua para apreciarla mejor, pero aunque sus ojos se negaban a creerlo el dolor en su rostro era real, la estatua se había movido y lo había pateado. Otra vez una carcajada sonó directamente en su cerebro junto a los gritos de las otras estatuas que voltearon a verlo suplicante y después se resquebrajaron. De los fragmentos nacían insectos preciosos que luego se reintegraban a las paredes del lugar. Pero todo parecía confluir en solo punto: la puerta de ébano. Casi por instinto llegó a ella porque era necesario escapar de este caos imposible de tolerar, sin embargo no se abría, todos los insectos empezaron a aproximarse hacia él con la amenaza de devorarlo sin que se pudiera librar pues eran infinitos, aunque luchara terminarían por vencerlo y lo integrarían al caos, en el que vagaría atrapado eternamente. Justo antes de que el primer insecto lo tocara, con un pesado rechinido se abrió la puerta, pasó sin dudarlo.
Respiró varias veces agitadamente y se dio cuenta de que en realidad se había atemorizado, lo habían obligado a sentirse ridículo, débil. Esa era una ofensa que no estaba dispuesto a tolerar. Escudriñó el lugar con sus ojos furiosos, se hallaba vacío en apariencia, quizá su enemigo se escondía. Por fin su mirada se fijo en el detalle más suntuoso del lugar, un vitral de tipo gótico que mostraba la misma figura que la estatua, el hombre del traje negro. Aunque esta vez fue más sutil sus ojos no podían creer lo que contemplaban, porque lentamente, como si se tratara de algo líquido, la figura en el cristal comenzó a fluir hasta llegar al trono de piedra, treparse a él y formar de nuevo la figura humanoide, con apariencia semisólida. Otra vez la voz en su cerebro:
-No dude ni por un segundo que llegarías hasta aquí guerrero, sin embargo estoy seguro que no saldrás, es imposible hacerlo, es imposible que sea vencido, tengo el poder y los atributos del Barón Samedi. Es avasallante, más allá de lo que alguna vez soñé. Pero vamos intenta derrotarme, diviérteme.
Otra vez tomó sus escuadras –las favoritas de la segunda encarnación- y le vació las dos en el cuerpo, pero las balas entraban blandamente sin herirlo. Otra risa. El cuerpo fue reabsorbido por el trono y desapareció de su vista, guardó las espadas y desenfundó la katana, pero esta no le sirvió de nada contra el puño de piedra que se desprendió con una velocidad vertiginosa desde el techo. El golpe fue seco y con el aturdimiento fue a parar contra el suelo y ahí, sintió otro golpe que lo elevó justo desde la boca del estómago, antes de caer otras manos lo arrastraron hasta la pared y ahí lo sostuvieron. Su adversario emergió del piso, lo miró fijamente desde detrás de los lentes adheridos a su piel y su casco roto por fin estalló en mil pedazos. Alzó tambien la mano derecha y sus dedos se estiraron hasta convertirse en finas tiras de un metro cada una. Dio un paso atrás y empezó a flagelar el rostro del guerrero, dejando con cada golpe surcos en el rostro horriblemente negro.
-Tendrías que reconocer que sí eres débil ante mí, muy débil –la voz en su cerebro era fastidiosa, intolerable, él no era débil, él no iba a morir, debía ganar <>. Con un increíble esfuerzo arrancó los brazos de piedra que lo sostenían, tomó nuevamente su katana y se puso en guardia.
-¿Qué no lo entiendes? Estoy en todo, el lugar soy yo, cada molécula de este sitio responde a mis pensamientos, es una expansión de mi conciencia, soy infalible. Mejor comienza disfrutar de una vez la tortura que tengo preparada para ti.
El samurai extendió los brazos con un movimiento rápido y toda la armadura se desprendió de él salvo la funda de su espada y sus pistolas escuadra <> dijo al tiempo que mostraba una sonrisa de dientes azules y colmillos pronunciados.
-Te has vuelto loco –aulló la voz en su cerebro- dejas la única protección que tienes y...
Pero la frase ya no alcanzó a completarse, pues él saltó atravesando el vitral vacío, cayendo justo fuera de la casa. Después su mente captó algo demasiado primario como para ser traducido en una frase, era pánico, el pánico de otro justo antes de morir, algo que jamás había sentido y que lo colmaba de placer. Luego en verdad sus oídos escucharon algo, grave y ensordecedor como varios truenos juntos, la ola de aire caliente empujó un poco su cuerpo mientras todo el sitio ardía. Un perfume inconfundible le llenó la nariz y la garganta: napalm, su arma favorita de la tercera encarnación y la llevaba en toda la armadura.

Despertó tras sentir un hormigueo en la boca, cuando sus ojos se adecuaron miró el cuarto pequeño de los picos dorados en la pared, trató de articular un grito pero los insectos se lo impedían, pues salían furiosos y lo devoraban poco a poco. Cerró la boca, un crujido seguido de un sabor amargo, volvió a abrirla para tratar de escupir pero los resto se perdían en el torrente que ya había infestado todo el cuerpo desde los pies hasta el rostro. El zumbido era ensordecedor, insoportable, miró los ojos reprochantes y rencorosos del Barón Samedi tras sus gafas oscuras adheridas a su piel y comprendió por un instante todo el dolor eterno que le esperaba, quiso cerrar los ojos pero varios gusanos ya casi habían terminado con sus párpados y empezaban a atravesar la retina...

En el siglo III después de Cristo un profeta tuvo una visión y anotó en un papiro amarillento esta frase: “Maldito sea por todas las eras el hombre que se atreva a portar la armadura, que traerá a la tierra el maligno, desde el más profundo de los infiernos”, después murió. Los teólogos más doctos afirman que la cusa de su muerte fue el miedo por haber visto a un ser del infierno portando esta armadura. Esto en realidad nunca ocurrió, lo evitó sin querer una santa que no soporto la tentación y el martirio y perdió su alma. Eso fue hace mucho tiempo, pero para Reyes faltaba aun un poco más de su peregrinar bajo la lluvia antes de conocer la revelación.

-Si, esta es la dirección.
Una bodega como cualquier otra de las muchas que hay en la Ciudad de México. Pero no, más bien no, bajo situaciones más normales el lugar hubiera estado más sucio y quizá lleno de ratas y demás alimañas, pero no, incluso antes de encender las luces supo que no era así. De hecho estaba intachablemente ordenada y limpia, después de todo era su estilo. Un ojo observador se hubiera dado cuenta de que las medidas del lugar formaban un cubo perfecto, solo dos ventanas –cuadradas y a escala- daban paso de vez en cuando a un relámpago. Al centro estaba un elemento raro y distinto al conjunto, una cortina plateada que cubría algo de forma misteriosa. Sonrió como solo podría sonreír un niño o un loco, sus ojos refulgían de febril alegría. Cuidadosamente sacó la preciada cabeza de la bolsa –la cual dobló perfectamente y guardó en uno de sus bolsillos-, la sostuvo con sus manos extendidas para mirarla de frente, aun sonriendo, mientras daba elegantes vueltas en una danza macabra, pero feliz. Cundo llegó al borde de la cortina, aun sonriendo, con un ademán como el que haría un mago la arrojó al aire y esta desapareció, quedando por fin a la vista el monumento. Boquiabierto y extasiado lo paladeó con los ojos. Ahí estaba su padre con el mismo rostro enojado de siempre, su madre con su hermosa cara de víctima y Amanda, con su rostro de sencilla y hermosa ingenuidad que a veces más bien resultaba estupidez; o bueno, tan solo estaban sus cabezas.
Un gran círculo dibujado con sangre –obviamente perfecto, lo delimitaba. Alrededor de su perímetro había ocho brazos humanos que apuntaban hacia cada una de las direcciones, formando una roza de los vientos. Cuatro eran de hombre y cuatro de mujer intercalados de uno a uno. Al centro estaba una plataforma de acero oscuro, de esta sobresalían ocho piernas, igualmente intercaladas de una a una en hombre y mujer, dando la apariencia de dar sostén a la base. Arriba estaba otra base más pequeña hecha de plata, incrustados en su perímetro estaban cuatro brazos en actitud de sostener algo, las manos que miraban al este y al oeste sostenían cabezas de mujer, las que miraba al norte y al sur una de hombre. Así mismo en la base inferior estaban incrustados dos troncos de hombre y en la superior dos de mujer, estos nuevamente hacia el este y el oeste, mientras que los de hombre hacia el norte y el sur. Atravesó el círculo hasta quedar justo enfrente de la cabeza del norte, en ese momento se le borró la sonrisa y le cambio la mirada. Con voz seria e incluso solemne se dirigió:
-Hola papa, mucho, mucho tiempo sin vernos cara a cara ¡Ja, ja, ja, ja,!- una carcajada frenética y dolorosamente sarcástica se le escapó, sus ojos fosforecían de odio verde- ¿No me reconoces? Soy tu pequeño, el pedacito de odio que sembraste en el planeta, el dócil, el desquite de tus mediocridades, la carne de tus resentimientos, al que atravesabas de dolor en el alma y penetrabas en el cuerpo, tu pequeño juguete perverso ¿Ya no te acuerdas de mi maldito violador? ¿De mi madre? Ella nunca fue suficiente para ti, ¡oh no! Tus ataques requerían más, siempre necesitabas algo que desgarrar. A veces lo hacías con los dos, entonces cuando terminabas y te ibas y nos dejabas dolientes y sangrantes ella me curaba y me acariciaba, me abrasaba y me besaba y aliviaba un poco el dolor. Por eso tuve que salvarla ¿verdad mamá?- en ese momento se dirigió hacia la cabeza del oeste depositando un delicado beso en sus labios fríos- Yo te libré de tus dolores, lo merecías más que nadie en el mundo mami. En cuanto a ti maldito –dijo tornándose nuevamente hacia la cabeza de su padre- yo no sé si el mal se aprende o se hereda, pero seguro me viene de ti. Pero aun ahí fui más que tu ¡te jodiste cabrón! ¡Yo te jodí, yo fui quien finalmente te jodió al último!
Se quedó mirando varios segundos más la cabeza, seguía fría e inexpresiva, eternamente muerta, la sonrisa plácida regresó a su rostro, tranquilamente se dirigió hacia la otra cabeza de mujer, con su mano libre hizo una suave caricia en su rostro.
-Querida Amanda, la misma de siempre, la única. Creo que nunca me entendiste, yo te quería, solo que eras tan caótica, tan imperfecta. Quise acabarte de formar, de hacerte lo que en realidad podías ser, y finalmente te di el más perfecto obsequio que pude ofrecerte, sé que después de todo me lo agradeces ¿verdad? Y respecto a ti –dijo mirando la cabeza que sostenía en sus manos- ¡te vencí imbécil, a ti tambien te jodí! Ahora consuma mi obra –con mucho cuidado depositó en la mano vacía la cabeza, completando por fin el monumento. Se despojó de sus ropas, las doblo con cuidado y las sacó del perímetro del circulo, subió a la plataforma de la base cuadrada coronando por fin todos sus esfuerzos, extendió los brazos a los costados y cerró los ojos.
Más allá de sí mismo contempló todo. Se contempló por primera vez en plenitud, las arrugas de los ojos siete en el izquierdo seis en el derecho, las comisuras de sus labios ligeramente más grandes en el lado derecho, sus lunares, sus pequeñas verrugas, sus cicatrices, las varices en las piernas, un testículo más grande que otro, el azaroso laberinto de sus huellas digitales, aquel pequeño diente chueco, sus cabellos creciendo sin control hacia todos lados, su falibilidad, su total imposibilidad de simetría autentica, de perfección. Una angustia inmensa se apoderó de él –avasallante como un terremoto cuyo epicentro estaba en los ojos- hasta que fue incontenible, dos pesadas lágrimas se escaparon al mismo tiempo, la del lado izquierdo era negra, la del derecho blanca. Paralelas ensanchándose de forma creciente y constante cada una hasta tocar el justo medio, cubriendo incesantemente el cuerpo hasta llegar a los pies, para volver a ascender cubriendo toda la parte de atrás, dando vuelta en la ahora perfecta redondez de la testa mientras cubría de nuevo los ojos, el del lado izquierdo blanco y el del derecho negro. Su cuerpo se había modificado, sus manos mutaron en dos picos tan finos que terminaban en su punta casi como aguja, en su base tenían tres y medio centímetros en la raíz de las bifurcaciones y que se inclinaban hacia el centro hasta separarse solo por un centímetro. Sus pies formaban puntas piramidales afiladas, una apuntando hacia el frente mientras la otra al reverso. Ahora si estaba simétrico y por ende perfecto, un horrendo arlequín formado por dos odios que miraban cada uno de su lado al infinito sin poder alcanzarse jamás.
Regresó a sí mismo en el momento justo en que la puerta era derribada. El extraño ente oscuro que arribaba sostenía en la mano derecha una katana, tenía una mella en la mitad, portaba tambien dos pistolas con cruces swásticas en los costados, ambas presentaban golpes y escarapeladuras en distintos lugares. Arrugas en los pantalones, golpes en el cuerpo, raspones, rasgaduras en la cara, algunos cabellos sueltos de la trenza: imperfección por todos lados, caos a punto de ser absorbido en su terrible cosmos.
Descendió, sus pies estaban separados cinco centímetros del piso, levitaba, sin perder ni por un segundo su postura en cruz.
-Vaya ¿pero qué tenemos aquí? Ahora si estas listo para ser un oponente digno –dijo por fin el guerrero sin esperar ninguna respuesta pues su oponente no tenía boca- vamos a ver que puedes hacer –guardó la katana y tomó las escuadras, disparó varias veces pero todas las balas fueron esquivadas sin que el arlequín perdiera un ápice de su posición, esos eran cálculos simples. Repitió varias veces el proceso obteniendo siempre el mismo resultado.
-Es hora de dejar los juegos y comenzar a pelear en verdad –tomó la katana y se arrojó directamente contra su rival pero sus lances fueron contestados de forma simétrica por los brazos-aguja, sucediendo así varias veces. Dio un salto atrás esperando defenderse, pero los golpes de su adversario eran tan perfectos que resultaba imposible detenerlos, su torso era rasgado poco a poco con un patrón definido, que en realidad no causaba heridas graves, en cierta forma tan solo jugaba.
La desesperación se apoderó de él, así que intento un nuevo ataque usando sus mejores técnicas, pero como si leyeran sus movimientos sus ataques fueron detenidos y contestados, esta vez aumentando sus ataques en proporción aritmética, causando cada vez más y más daño. Dentro de todo se dio cuenta de que este orden tan terrible era algo muy bello, una simetría tan hermosa y acabada que podría ser la expresión esencial del número dos. El dos que separa la vida de la muerte, el dos de los que se contemplan sin alcanzarse jamás, el de las paralelas, el rencor del uno al que tiende y que jamás podrá ser. Algo sumamente acabado, sumamente perfecto, pero jamás la perfección en sí. Se dejó golpear dos veces más y luego rió con el estrépito de tres vidas de asesino.
-Es cierto, este orden es algo hermoso, casi perfecto, pero es una tortura, una verdadera condena –el arlequín se detuvo y aunque no tenía oídos lo escuchaba perfectamente-. No te das cuenta de la farsa que implica tu estado, tu propio ser representa las cosas que desearían disolverse en una pero que nunca lo serán, eres la evidencia del otro que posee lo que te falta. Jamás podrás incluirlo todo a la vez aunque luches eternamente, siempre habrá algo más allá de ti, algo que no posee ni el más poderoso de los demonios sino lo verdaderamente divino. Yo te ofrezco otra belleza, la de la guerra, la de los asesinos, la de las contiendas, la de lo incalculable y lo fortuito, el deseo de oponerse al cosmos, la estética del caos.
Las manos agujas se doblaron poco a poco para cubrir el cuerpo, una quedo a la altura del pecho, la otra a la de la cara. Sus piernas flaquearon doblándose hacía su interior pero la derecha quedo arriba.
-Ni siquiera el caos que yo te ofrezco puede ser absoluto, es como tu: imperfecto, eso es lo que lo hace divertido. Pero tu fuiste engreído y quisiste poseer el orden, por eso alguien pudo jugarte esta broma ¿no te hace gracia?
Torció su cabeza hacia el monumento y miró el rostro cuadrifásico de Bifrus donde tenía que estar la cabeza del bromista. Algo en él se reventó y terminó por estallar justo en el lugar donde tenía que estar la boca, una cacofonía de sonidos sin control salió junto a un torrente de luz informe. Estalló en cientos de astillas de cristal blancas y negras. Unos dientes azules de colmillos pronunciados dieron un espacio momentáneo de existencia a una macabra sonrisa.

Dolores dobles, cortadas simétricas. Muchos miembros: cabezas, torsos, manos, pies, corazones, etc. Todos acomodados en hileras de forma uniforme y ordenada. Una burla, una celda. Dos lágrimas paralelas rodaron como presagios a una impotencia eterna.